Dinamitar y resurgir, la única vía.

Me he cansado. Aperentar un ser que no existe más que en el imaginario. Mentir, enmascararse y crear creyéndose una fantasía irreal en sí misma. Miren, señores, no me da la puñetera gana de seguir el camino que se me ha «ofrecido». No soy ni quiero ser perfectamente académica, sino imperfectamente destructiva. Escribir con mesura, contando las palabras y siguiendo la línea del párrafo. Siguiéndoles a través de lo subversivo, pero sin abandonar de todo el código que ustedes han construido. Lo siento, pero ese no es mi estilo.

Sí, me repito. No soy ingeniosa, diréis, cabrones. Que siempre vengo con la misma puta mierda. Anda, ¿qué hace esta señorita lanzando improperios en las redes? Qué osada. Pues mira, sí, soy bestia, soy desmedida. Soy demasiado. Pero me gusta y me siento bien en esta piel que tantos han intentado cargarse con miradas y romanticismos desfasados.

No estoy ni estaré jamás en su discurso, al igual que tampoco están aquellas que trabajan con vosotros, como cómplices o secretarias de alto postín. Nos dais una palabra que alquilamos con unos tipos de interés que ríete tú de cualquier hipoteca. Bonita, haz un artículo criticando a esas pobres mujeres alienadas que venden su cuerpo. Habla de los «micromachismos» y de tantas hipocresías que nosotros mismos, señores heteros y cis hemos concebido para entrometernos en vuestra lucha con guante de terciopelo.

Este es mi espacio. Mi habitación propia, creada desde mis mismas entrañas. Así que si no le place, ya sabe donde está la puerta. Aquí se ha venido a alborotar y a montar lío. A hablar de cine, sí. Pero del cine de verdá. El cine que creó Alice Guy, madre del relato cinematográfico a la que aún (y ojalá me equivoque) no he oído citar a grandes voces como David Bordwell. El cine de los cuerpos desmedidos. El cine que sangra y resurge de la complicidad con la vida. El cine de Carla Simón, de Paula Ortiz, de Xavier Dolan o de Chantal Akerman. Lo otro es romantización de la violencia. ¿Sexualización? Ja! Ojalá. El cine, tal y como lo enseñan en los grandes templos del saber, no es más que un sueño onanista en masculino singular.

Entonces ¿qué tenemos? Pues quizá poco. O mucho. Tenemos un pasado por deconstruir y un futuro que cultivar, a poquitos. No tenemos nada pero, al mismo tiempo, lo tenemos todo, al no estar ahí dentro. Al no tener que rendir cuentas a nadie. Al ser libres de seres ajenos que nos venden el amor a precio de esclavitud. Libres de imposiciones y dueñas de un futuro.

Ay, el feminismo. Que una pensaba que le facilitaría todo, ¿verdad?. Bueno, no en mi caso. Yo, que entré llorando en la batalla cuando descubrí aquella camiseta violeta de mi madre, que la convertía para mis compañeros de clase en algo así como una «odia-hombres», ya intuía de aquella que el sendero estaba lleno de baches. Pero aún así, me ilusioné con una vida llena de posibilidades.

Pasó el tiempo y me tocaron. Yo no quería o no lo sentí como tal, pero lo cierto es que esa mano lo cambió todo. Entendí que mi cuerpo no era mío, sino configurado desde miradas ajenas. Me guardé, sabiéndome (o más bien, sintiéndome) en deuda con quien, en ese determinado instante, había sido lo suficientemente caballeroso para no ir más lejos.

Y, a través de ese silencio, me hice máscara. Aprendí a dejarme hacer, a ser reflejo del otro y a romantizar las miradas intrusivas, resistiendo. Pero un día te hartas. Descubres que no puedes más, que no puedes seguir ocultándolo. Porque, queridos míos, Harvey Weinstein sois todos. O, al menos, potencialmente. Lo sois al mirarnos, al compartir nuestros cuerpos fragmentados en vuestros chats de «hombres». Lo sois al legitimar a vuestro colega, que fíjate tú qué pesada es la novia, joder, que encima tendrá la cara de denunciarlo, como hacen todas. Lo sois en cada risa, en cada insinuación, en cada permiso otorgado al sistema para que sigamos siendo ultrajadas.

Claro que hay excepciones, joder. Pero hasta que tantos de vosotros no entendáis vuestra posición de potenciales agresores, no hay nada que hacer. El feminismo en masculino pasa por la deconstrucción, por ser conscientes de vuestros privilegios. Creedme, no es difícil. Cuesta, sí. Es duro darte cuenta de que, a pesar de todas tus buenas intenciones, has sido opresor, legitimado por el sistema patriarcal que nos habita a todes.

Y os lo dice una mujer blanca que ha tenido que reconocer ciertas conductas tránfobas en su pasado. Pero un día te callas, acudes y escuchas y te das cuenta de que no todo era como tú pensabas. De que no todos los cuerpos sangran en femenino, de que limitar nuestra condición humana a un mero órgano sexual es un craso error. Al igual que lo es hablar de feminismo plural sin tener en cuenta tu condición privilegiada que te otorga el ser blanca en este mundo capitalista colonizante.

Es entonces cuando descubres que sólo unides podremos vencer y reconstruir esta sociedad, este sistema. Pero para ello, quizá sea necesario dejar de mitificar a viejos rostros de manual y acercarnos a la sangre misma de la vida: a nuestras madres, abuelas. A quienes han luchado con su propia voz en un mundo de hombres. Y es que la única manera de vencer a Weinstein es que Tippi Hedden, musa violada del cine, le cuente su propia historia a su hija, Melanie Griffith, y a su nieta, Dakota Johnson. De Alfred al señor Grey, Tippy y Dakota comprenderán entonces que los hombres de entonces no difieren tanto de los de ahora.

 

 

 

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