De lo sabio y peligroso.

Tú, que vuelves a mí sigilosa y nocturna, buscándome en mis picos más jodidos. Que te cuelas en mi subconsciente y me regalas visiones. Tú que me elevas y me reduces a lo más bajo. Tú que lo eres todo.

Vienes de lejos. De la sangre. Voces que resuenan en el olvido de aquel verano del 95. Hay que ser fuertes, decía. Todo está bien, no pasa nada. Apenas recuerdos de un pasado que parece nunca haber existido en los álbumes familiares. Con eso no se juega, de eso no se habla. Y así crecí, ignorando la mitad de mi ser. Desdibujando nuestro vínculo en ese miedo a lo distinto.

No mencionar era la clave, olvidarlo entre nebulosas almidonadas que juegan a confundir mis recuerdos de infancia. En cada silencio, sentía que tú te alejabas aún más. Apenas un atisbo de ti en la prolongación de mi iris. Evitaba toda reminiscencia de tu gesto en mí, borrándote de mí ante el temor de que mi ADN me revelase un día nuestro indudable parecido.

Pero la sangre no se borra. Cuánto más fuerte gritamos para que se vaya, se aferra a nosotros con más fuerza y nos recuerda por qué está ahí. Y bajo este cielo nublado del Sena el recuerdo volvió. La vieja amiga volvió a apoderarse de mí como en el 2001. Cuando tú parecías irte por momentos y ella ya se había ido del todo, dejando un cuerpo muerto en vida. Como en el 2005, cuando buscaba en lo afilado la salida a todo aquello.

Sangre. Perderla para liberarse y dejar este mundo como otras tantas. Sangre que se queda y permanece para recordarme quién soy. Que me recuerda de quién y de dónde vengo.

Sangre. Es vida, dicen algunas sabias, superando el estigma de la máscara y resurgiendo en cada arruga. Volviéndose cura contra el olvido de quién fuimos y devolviéndonos a ese telar de 1934. Retomando el relato.

Gracias a las diosas, sobrevivimos a todo aquello. A las noches en vela, al miedo y a los gritos. Al que dirán y direces. Construimos nuestra propia cabaña y logramos resistir. Hoy el vínculo que nos une va más allá de tu reflejo en mis gestos, de un apellido gastado. Hoy reímos y banalizamos entre paseos y películas de Leone. Por quienes permanecen y por quienes ya no están, pero nos siguen en cada paso. Por lo vivido y lo que vendrá, desafiamos a un mundo demasiado pequeño para nosotros.

Una sonrisa entre canciones nos lleva de Bowie a Cat Stevens, jugueteando con Simone y el cuarteto de Young. Notas pasadas que vuelven en cada Congreso al son de los Straits. Y en cada acorde sé que siempre estaremos, permaneceremos. Como cuando me desafiabas, confundiéndome entre Chet Baker y Charlie Parker, guiados por la voz de Manrique en el viejo transistor.

Hoy esa cajita de pastillas ya no me da miedo. Sí, la del armario superior de la alacena. Es un medio más para que esta sociedad nos deje tranquilos. Para sanar su moralina y hacerte pasar por uno más. Un hombre de paz y bondadoso. Así te ven algunos, incapaces de afrontar una realidad que les viene grande. Gracias a quien ha sabido acompañarte, hoy puedo verte más allá de estereotipos y conocerte.

Pero siento que para ti no es igual. A veces, me pillas infraganti, en pleno momento de efervescencia pulsional y me dices tímidamente «quizá deberías tomarte algo». Unas pastillas, intuyo. Me lo dices con cautela, conociendo lo que eso implica. Siendo plenamente consciente de sus consecuencias, temiendo que esta manía mía por salirme del molde acabe costándome demasiado caro.

Me preguntas entre titubeos cómo voy, comentándome que me ves «más tranquila», no tan «histérica» como antes. No puedo negar lo gracioso que me parece ese término. Me imagino atada a una cama en el viejo hospital de la Salpêtrière, retorciéndome y vomitando encima del mismísimo Segismundo. Me río y me sonríes, como comprobando que todo está bien. Que no hay nada que temer y que la furia está controlada.

Ay, si supieras. Lo bien que me lo paso a veces con este pequeño monstruo. Suele salir cuando menos te lo esperas: una ponencia, esperando a embarcar  o ante la mirada indiscreta de una chica en un bar. Y entonces, me sorprende de mil maneras. A veces se limita a corretear como una pequeña indisciplinada. Otras se imagina en universos paralelos y se evade por segundos. A veces es muy jodida y me saca de mis casillas. Lloro y nos peleamos muchísimo. Entonces se asoma tímida y me pide perdón. Que no quería hacerme daño, dice, sólo jugar un rato.

Jugar. ¿A qué parece fácil? Es algo instintivo que aprendemos desde pequeños pero se nos olvida con el paso de los años. Charcos que se transforman en océanos, aceras que se vuelven caminos de lava, flores que se vuelven manjar de dioses. Al igual que la imaginación, la «locura» nos puede llevar a mundos maravillosos. «Locura». Dicen algunos. «Crisis», «ansiedad crónica», «Personas con Alta Sensibilidad». Llámalo como quieras, poco importa.

No sé hasta qué punto estaré loca. ¿Lo suficiente para que me quemen como a las hilanderas y curanderas del XVI? no lo sé. Siento cómo esta gente gris me mira raro cuando bajo distraída por las escaleras de Pont Marie, titubeando ideas que bullen en mi cabeza. O cuando me pierdo con Wittig en la espera del suburbano en Olympiades y me río. Fuerte. Muy fuerte. A veces solo para molestar. Me gusta ver sus caras de desconcierto, sus rostros perdidos ante mi mirada fresca y distraída.

Sí, lo sé. Puede dar miedo. Mucho, en ocasiones. Sobre todo cuando me pilla en momentos bajos, desprevenida, y ataca directamente a las entrañas. Cuando se vuelve maquiavélica y me dice que nunca encajaré en este mundo. Qué graciosa la jodida. Ya lo sé, amor. ¿Cómo vamos a encajar deseando indistintamente a hombres, mujeres y viceversa? ¿Cómo pasar desapercibida con nuestros ojos aceitunados y nuestros rizos indisciplinados? ¿Cómo ser una más cuando venimos de las curanderas y las místicas? Lo cierto es que nunca seremos como ellos. Y gracias a Dios que es así.

 

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