La imposibilidad de la bon(ne) vivant(e).

“La educación del joven, dentro de la idea moderna, es la de organizar una fuerza, eficaz y productora, de crear un creador. El hombre no es nada más”

Michelet, J. (1860) La femme.

Recordar a estas alturas que la creación ha sido una cuestión masculina a lo largo de la historia no sería sino caer en la más absoluta redundancia. No sólo por las miles de mujeres silenciadas y borradas, sino también gracias a las estructuras socio-culturales que han conducido a éstos hacia las cúspides de poder. Y es que, por mucho que moleste a algunos, negar la existencia de los privilegios masculinos (a los que habría que añadir, cómo no, privilegios de clase y raza) carece de sentido. Ellos crean, deciden y proclaman.

Se podría hablar del lenguaje como constructor de realidades, incidir en los aspectos sociológicos o recurrir a la cita teórica puntual de los estudios de género. O podemos, simplemente, observar. Y con observar no me refiero exclusivamente a tirar de estudios cuantitativos, pretendiendo que la estadística desmonte ella sola un sistema de dominación simbólico milenario. Quizá en este caso pueda ser más útil una perspectiva más, digamos, empírica. Olvidarse de citas, datos o demostraciones. Y bajar a la calle, escuchar y sentirlo todo. Sólo entonces podremos percibir los niveles de machismo que persisten en nuestra sociedad moralista y supuestamente igualitaria.

Leía hace poco en un artículo que las mujeres superdotadas pasan a menudo desapercibidas, ignoradas frente a sus compañeros varones. Un hecho que se comprende mejor si vemos cómo la gran parte de los discursos culturales son creados por (¿y para?) hombres. Sólo hace falta echar un ojo a los comités editoriales, comisiones universitarias o críticos que inundan los mass media, dándoselas de feministas en pro de la «igualdad real». Todo esto, claro está, mientras saborean su café y se acicalan el bigote, mirándonos con ese deje paternalista inigualable. Desde su posición privilegiada, han decidido ser unos caballeros y sumarse a nuestra lucha. Bueno, quien dice sumarse dice enarbolar la bandera del progresismo. Porque, evidentemente, una cosa es adaptarse a los nuevos tiempos y otra muy distinta perderse entre el vulgo. Eso sí, siempre desde la seguridad de su despacho, no vayan vuestras mercedes a jugársela en primera línea de batalla.

Así, se aventuran a decirnos qué es lo aceptable y qué no lo es dentro de nuestra lucha (véase el peculiar caso de Javier Marías en El País), recordando a sus lectores y seguidores que una cosa es feminismo y otra, salvajismo. Porque ellos sí que saben, por supuesto. Ellos se han leído hasta a la Beauvoir, entre onanismos varios con Henry Miller o Ernest Hemingway. Ellos, que han llegado incluso a ver cine «de género», como buenos gentlemen, entre visionados godardianos. Que conocen incluso alguna cosilla de Laura Mulvey (ay, pobre mujer, que no dejaba de equivocarse) mientras reviven con intensidad esa explosión de masculinidad pura que es The Wire.

Señoras, no se confundan con las dañinas palabras de aquellas que afirman ser sus compañeras, pues no son más que hembristas. No vayamos a perder las formas, a desvirtuar el mensaje. Porque aquí los hombres (entiéndase por «hombre» ese pequeño colectivo reaccionario heteronormativo, claro está) estamos para ayudarlas, para agilizarles el camino. No se molesten y dejen que les abramos la puerta, mientras galantemente le cedemos ese pequeño pero especial espacio para que ustedes, damas, puedan hacer sus cosas. Pueden hasta publicar artículos, fíjense. Pero cuidado, no se salgan de su preciado sector, asegúrense de trabajar siempre de puertas para dentro. En silencio y con buena letra. Claro que sí.

Una vez más, tergiversan el grito, adecuando el mensaje a sus necesidades. Una vez más, como ya la hicieran con Rosalía de Castro o Violette Leduc, condicionan la voz femenina a un plano secundario. La desdibujan, la caricaturizan hasta que de sus versos no quedan más que modismos, que suspiros de aquello que aciertan a llamar «el eterno femenino». Otras, quizá, han corrido mejor suerte, llegando a alcanzar cierto prestigio. Tal es el caso de Virginia Woolf o Patricia Highsmith, mujeres incluso veneradas por el más varonil de los críticos. Pero recuerden, es la excepción.

Y es que, para llegar hasta ahí, han de demostrar lo que valen. No les bastará con ser sagaces y brillantes, han de adecuarse siempre al modelo exigido. Han de ser cautelosas, no vayan a asustarnos con su imprudencia, con su histeria. Han de saber comportarse, esforzándose hasta situaciones titánicas, mientras observan cómo sus compañeros disfrutan de su juventud con total plenitud. La bohemia no es para señoritas, recuérdenlo. No olvidemos lo peligrosa que puede ser la vida nocturna para una jovencita, los peligros a los que se arriesga una al deambular por ciertos espacios al ponerse el sol. Ellos, sin embargo, pueden permitírselo. Las calles son suyas, les pertenecen. Y no tendrán que dar explicaciones sobre su comportamiento vespertino al llegar a su casa.

Me gustaría no terminar con unas palabras tan ácidas. Acertar con una posición más optimista, mirando atrás y recordando el gran camino recorrido. Pero hoy, compañeres, me duele demasiado como para seguir impertérrita, sonriéndole naïf a la vida mientras ignoro todo esto. Sí, hemos logrado grandes avances, no sólo en la vida social y política, sino también en lo teórico. Ser conscientes de la performatividad del género y del abanico de posibilidades que nos ofrece la sexualidad, más allá de los viejos estigmas. Saber que la opresión ha de trabajarse a múltiples niveles, siendo capaces de reconocer nuestros privilegios occidentales y la grandísima lucha del colectivo LGTBQ, entre otros.

Hoy somos más conscientes que nunca de nuestros logros, mas también del trabajo que aún queda por hacer. Desmontar la masculinidad, construir nuevos horizontes de representación. Habitar nuevas realidades para ocupar, entonces sí, el lugar que merecemos todes. Y es que sólo a través de la unión, lograremos derribar los viejos muros que aún nos oprimen. Quizá entonces, seremos conscientes de nuestro verdadero poder. De que, a pesar de lo que el sistema nos ha querido hacer pensar, jamás hemos sido minoría. Nos han hecho minoría. Y ya es hora de que eso cambie.

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