Paterson o la reivindicación de la rutina fatal.

Movida por el hastío de las fiestas navideñas, decidí acercarme al cine más cercano para degustar la última de Jarmush, director de obras fascinantes como Extraños en el Paraíso (Stranger than paradise, 1984), con esa Eva que se ríe del destino, esa Eva que reivindica su espacio en las calles neoyorquinas y toma las riendas de su propio destino. Autor también de Noche en la tierra (Night on Earth, 1991), donde nos presentaba a una juvenil Winona Ryder que, al mando de su taxi, se sincera con Gena Rowlands, ejecutiva hollywoodiense, sobre sus dificultades para salir adelante en un mundo eminentemente masculino.

Corky, la taxista interpretada por Winona Ryder, nos cuenta que, de pequeña,  tan sólo soñaba con llegar a ser mecánico algún día, tener ese taller propio, ese espacio donde poder  realizarse y ser feliz. Un sueño que jamás llegaría a realizar porque, versionando la canción, ¿qué hace una chica cómo tú en un trabajo cómo ése?. Así que no le queda otra que contentarse con ese viejo taxi, fumándose un cigarrillo tras otro mientras escucha música en su viejo transistor. Una vida caótica, sí, pero suya al fin y al cabo. Una vida que le pertenece. Que la construye como sujeto. Algo que parece tener claro cuando la exitosa Victoria Snelling, interpretada por Gena Rowlands, le propone dejarlo todo para ser actriz en una superproducción. Ante la opción de devenir musa, Corky se queda con ese viejo taxi, que le da la poca dignidad que el patriarcado le deja. Así, se plantea un juego dialéctico entre dos mujeres, dos luchadoras  reivindicando su espacio en un mundo que las delega al rol de madres e hijas.

En la misma cinta, una mujer ciega deambula por las calles parisinas, fijando su determinación como sujeto y burlándose de un sorprendido taxista que no acaba de creérselo. Béatrice Dalle da vida, en este pequeña pero punzante escena, a una mujer fuerte, empoderada, que se ríe de la vida y de los juicios externos. Cuando el taxista, un joven africano que no parece tomársela muy en serio, le pregunta sobre su vida sexual, ella responde con soltura que ha experimentado sensaciones que él jamás sentirá. Dalle nos habla de cómo percibir colores con el olfato, de besar sin ver y de sentir sin miedo. Algo a lo que esta joven parece más que acostumbrada, en una sociedad reacia a quienes no encajan en las férreas normativas sociales que no dan cabida al diferente.

Así, con estos bellos recuerdos pululando por mi cabeza, me dejé llevar por eso que llaman «la magia del cine», introduciéndome en la sala oscura, dejándome llevar por nuevos derroteros que superasen, incluso, mis experiencias previas con el director neoyorquino. Jugaba a imaginarme a esa joven inquieta, que ya había visionado ligeramente en el trailer, como una mezcla del talento de Winona con la predisposición y la socarronería de la Eva Stranger than Paradise. Si Jim había sido capaz de sorprenderme en los años 80 y 90, ¿Qué no podría conseguir en pleno siglo XXI?. Al fin y al cabo, habíamos evolucionado un tanto, me dije. En estos casi 30 años, la mujer ha dirigido, producido e incluso ganado Óscars. Tenemos ídolos de masas como Beyoncé o Madonna reclamando el feminismo fuera de las universidades y las asambleas ciudadanas. ¿Acaso no habíamos avanzado?.

De entrada, el planteamiento de Paterson se me hacía verdaderamente apetecible: un poema a la vida sencilla, sin pretensiones, en una época donde la saturación informativa y el caos socio-político apenas nos dejan tiempo para reflexionar. La historia de un poeta que, para sobrevivir, conduce un autobús en la desconocida ciudad de Paterson. La vida de un hombre y de su pareja, Laura, una joven creativa que no pone límites al futuro. En medio de la vorágine de Donald Trump, este alegato poético a lo mundano y vital me parecía ciertamente encantador. La estética, como siempre, no defrauda: la luz que se cuela en la habitación, la frontalidad cromática con la que nos presenta el hogar de la pareja protagonista, el juego lírico entre los versos escritos y los planos generales de la cascada. Todo ello nos sumerge en un sueño, una realidad distópica que nos gana desde el momento cero del film.

paterson_jim_jarmush

Porque, como en la vida en pareja, todo parece perfecto. Levantarse juntos, besos con sabor a café y un adiós tímido al borde de las escaleras. Pero llega un momento en el que ese espejismo estético comienza a truncarse. Levemente, sin hacer apenas ruido. Una mirada esquiva, un voz más alta que la otra. Un golpe en la mesa porque ella parece «haber cambiado», porque «ya no es la de antes».  Y así, poco a poco, el Paraíso se resquebraja. Todo sería más fácil si Eva acatase las normas, piensa Adán. ¿Acaso es tan difícil? . Y poco a poco, a Eva le pesa la vida, las lágrimas guardadas. Desearía salir para no volver nunca más, volver a empezar.

En este sentido, Paterson resulta maravillosa para muchos porque no pasa el umbral de la voz levantada y la mirada esquiva. Porque se queda en la rutina. Día tras día, la historia se repite. Eva se queda en casa, guardando el refugio y jugando a ser mayor, decorando sábanas y manteles, con ese punto chic que sólo ella, ángel del hogar, sabe darle. De aquí para allá, prepara la casa para sorprender a su pareja de vuelta al trabajo. Su espacio, la casa, se le hace estrecho, soñando despierta entre esas cuatro paredes con el día en que, finalmente, logre realizar su fantasía de ser una artista reconocida. Detrás de esa actividad constante, de esas ansias por conocer mundo, encontramos a una Nora perdida en su casa de muñecas, esperando pacientemente a su media naranja.

En este sentido, el clima hogareño en Paterson recuerda a Une femme est une femme (Jean-Luc Godard, 1961). Tanto Angela (Anna Karina) como Laura (Golshifteh Farahani) son dos mujeres que representan a la perfección el ideal de la mujer ángel. Debajo de la apariencia de mujer moderna y autónoma, de sus gestos llenos de vitalidad, mueren dos almas en permanente espera. Al igual que en los años sesenta las revistas de moda se las apañaron para hacernos creer que las mujeres podíamos realizarnos a través de las tareas domésticas (véase la obra de Betty Friedam, La Mística de la Feminidad), Laura creció creyendo que ya estaba todo hecho. Que, una vez logrado el sufragio femenino, la incorporación al mundo laboral o el derecho a la propiedad, no había motivo para seguir luchando. Cocinar cupcakes, crear ese estilo tan personal o aprender a tocar la guitarra eran opciones igual de válidas que trabajar o lanzar un proyecto personal. Laura es, sin lugar a dudas, el perfecto retrato de la Anna Karina moderna, ahora con un toque hipster. La misma que podríamos ver en los cafés, fotografiándose con filtros de Instagram mientras recuerda lo bien que se vivía en otra época, como bien recordaba Isa Calderón en sus Reviews Fuertecitas.

Siendo conscientes de que Paterson no es una película al uso (acercándose más al poema audiovisual, como nos recuerdan en Playground) lo cierto es que resulta inquietante por lo cercana que resulta. Más allá de criticar la ejecución del filme, entrando en una suerte de juicio categórico con Jim Jarmush (a sabiendas de lo polémico que resulta siempre su obra, de lo sarcástico de su trabajo), prefiero quedarme con la lectura que parecen hacer ciertos críticos de la misma. Una lectura limpia, perfecta. En lo estético, claro. Lo ontológico, mejor dejarlo. A fin de cuentas, ¿qué hay más hermoso que el amor romántico?. Ese romanticismo por los tiempos pasados, por esas mujeres «reales» de su juventud, cercanas a la Ingrid Bergman de Rossellini. Un amor tóxico, de manual, pero adictivo en su forma. Sobre todo, para ellos. Y es que…¿hay algo mejor que tener a Lilian Gish esperándote pacientemente en el salón de casa?. Fantasía de muchos y pesadilla de tantas. Pero una realidad que se las ha apañado muy bien para adaptarse a los nuevos tiempos.

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