Desde fallidos intentos como el Avatar (2009) de James Cameron, los medios de comunicación, junto con las redes sociales, han jugado a pronosticar el futuro del cine. En un mundo cada vez más confuso, la incertidumbre ha creado una barrera entre apocalípticos e integrados, como diría Umberto Eco. Ante la multiplicación (y a la vez división) de pantallas, multipantallas y demás artefactos, la experiencia cinematográfica se halla en constante transformación. Una vuelta, quizá, a los orígenes del cine, a esos visionados individuales de principios de siglo XX. Un cambio que afectará, sin duda, a la percepción cinematográfica y, por ende, la relación del espectador con el arte cinematográfico.
El último film de Xavier Dolan, Juste la fin du monde (2016), nos demuestra que, más allá de la postproducción y sus mágicos encantamientos ya descubiertos en su día por Méliès, la clave en el cine es saber contar una buena historia. Lejos de lecciones de moralidad, las obras de Xavier Dolan responden a una pulsión interior, dejando que los diferentes elementos de la imagen cinematográfica fluyan en su máxima expresión. Sin límites pero con precisión. Y es que el estilo personal de Dolan no deja a nadie indiferente: el protagonismo indiscutible de la luz en cada plano, la fuerte variedad cromática o su peculiar forma de trabajar el sonido lo convierten en una suerte de realizador neobarroco de nuestros tiempos. Todo ello, sumado a sus peculiaridades personales, ha convertido a Xavier Dolan en uno de los realizadores más polémicos de su tiempo, siendo adorado y detestado a partes iguales. Una intensidad que se palpa en su corta pero fructífera carrera cinematográfica. A sus 27 años, el joven canadiense tiene a sus espaldas títulos como Les amours imaginaires (2010), Laurence Anyways (2012) o Mommy (2014, premiada con el Gran Premio del Jurado de Cannes).
En una época convulsa, llena de cambios e incertidumbres, Juste la fin du monde vuelve a apostar por las emociones y el desgarro estético, en la línea de sus anteriores trabajos. Basada en la obra de teatro de Jean-Luc Lagarce (estrenada en 1990), se centra en la vuelta a casa de un joven, Louis, después de 12 años de ausencia. El motivo, anunciar su propia muerte. Un argumento sencillo pero cargado de matices: Louis (Gaspard Ulliel), enfermo de sida, vuelve a un hogar del que ha huido, buscando sus propias raíces en la gran ciudad. Sabiendo que no le queda mucho tiempo de vida, regresa a Ítaca para despedirse de sus seres queridos por última vez. Él lo tiene claro: desvelará la triste noticia en la comida familiar y luego, probablemente, emprenderá la vuelta a casa, sintiéndose reconfortado con los suyos en esta última visita. La tarea se complica en el terreno de juego, cuando Louis debe hacer frente a una realidad de la que ha huido 12 años atrás. Una familia que, a pesar de extrañarlo y venerarlo como al que más, no deja de verlo como un mito distante, como el recuerdo de aquel adolescente díscolo que se fue para no volver.
En este punto, Juste la fin du monde es el filme perfecto para los tiempos que corren. 2016 ha sido, sin duda, el año del miedo. El miedo de los votantes blancos americanos a la invasión del otro, la búsqueda desesperada de esa América escondida y dañada por la crisis. De ese Detroit desangelado y abandonado. El pavor a perder lo poco que tenían llevó a gran parte de la población norteamericana a depositar su poca confianza en la polémica figura de Trump, un multimillonario racista, capitalista y homófobo. A pesar de la dura campaña en su contra, de los esfuerzos mediáticos por devastar su candidatura, Trump será nuestro próximo Presidente. Y digo «nuestro» porque seguir asumiendo cierta independencia en el magma de los poderes financieros y las grandes potencias económicas no deja de ser enormemente naïf. Más allá de la incertidumbre geopolítica, la victoria de Donald Trump resulta ciertamente paradójica en un país como Estados Unidos, donde los únicos que pueden presumir de ancestros milenarios son los indígenas a los que seres como Trump o Pence quieren desterrar por un puñado de dólares.

Frente a la diversidad, el votante blanco de la clase media parece buscar cobijo en viejos arquetipos. Al igual que sucedía en Centauros del Desierto (The Searchers, J. Ford, 1961), el odio al salvaje viene de ese pavor a lo desconocido. Salvajes con otras costumbres, con otros dioses o, simplemente, con otra percepción del deseo. Salvajes son, pues, por no acatar las rígidas normas del código moral. Pervertidos que pretenden deformar nuestra vida tranquila con sus juergas e ideas bizarras. Que vienen para cambiarlo todo, cuando nuestra vida estaba perfecta sin apenas alteraciones. Tal y como le recuerda el hermano mayor de Louis, Antoine, en ese accidentado viaje en coche por los alrededores. Mientras Louis le relata su viaje, parándose a describir las sensaciones, los olores y los detalles, su hermano (interpretado por Vincent Cassel) lo interrumpe violentamente. Antoine lo tiene tan claro como los votantes de Trump: no va a dejar que los extraños alteren su anodina existencia. Por ello, protegerá a la prole de ese extraño ser. Y es que, por mucho que sean hermanos, su obligación es impedir que ese pervertido contamine a los suyos. Sacrificando, si es necesario, a su propia sangre. Así, el Wayne vencido por su entorno, sobrecogido al ver a su sobrina después de tantos años, dudará entre aceptar a la salvaje o desterrarla de una vez por todas. En el caso de Dolan, no hay espacio para la reconciliación: Antoine deberá despedirse antes de lo que pensaba.
Lo grande de Juste la fin du monde es que, en un mundo obcecado por el pasado, por la rutina más feroz, Dolan se limita a filmar la vida en toda su crudeza. Xavier Dolan, como ya había hecho en sus anteriores largometrajes, deja de un lado todo tipo de interpretaciones moralistas, desmitificando el relato para quedarse con lo único importante: sentir. Juste la fin du monde es una obra correctamente ejecutada, una explosión sensorial medida al milímetro para que nada falle. Excesiva para algunos, para quienes Dolan decae en su propio artificio estético. Perfecta para otros, asombrados por la pulsión cromática de cada plano, por esos juegos lumínicos que recuerdan al mismo Caravaggio. Un poema audiovisual que parece salir de las mismas entrañas, abrupto y visceral como pocos. Un trazo que no deja indiferente, sobre todo sin pensamos en la banda sonora de sus películas, con nombres que van de Céline Dion a Crystal Castles, pasando por el festivo e incluso cómico «Dragostea Din Tei», a través de la cual nos transportamos a la infancia de Louis en Juste la fin du monde. Así, juega a confundir al espectador burgués, a ese maître-gauchiste de turno, difuminando las fronteras entre el cine comercial y el de autor, tan peligrosamente resguardado a veces.
Guste o no, todo apunta a que Dolan a venido para quedarse. Si bien el palmarés de la última edición de Cannes nos dejaba con tan sólo cuatro mujeres nominadas entre las veinte películas seleccionadas en la sección oficial, el triunfo de Mommy en 2014 y de Juste la fin du monde en 2016 es un indicio de que algo está cambiando en la Academia. Sí, Xavier Dolan es un hombre. Pero un hombre homosexual, que ha sufrido en sus propias carnes el peso del heteropatriarcado. Experiencia que, sin duda, le ha marcado, llevándole a dar voz a aquellos que no suelen ser escuchados. Desde la transexualidad en Laurence anyways (2012) hasta la sororidad de mujeres en Mommy (2014), la (hetero)normatividad de la vieja escuela se fragmenta en cada plano.
El cambio de paradigma se vio claramente reflejado durante la entrega en el 2014 del Premio del Jurado a Dolan. Abrumado por la situación, el joven realizador dedicaba personalmente el premio a Jane Campion, una de las pocas directoras premiadas por el festival, a la que agradecía delante de todo el público su compromiso con las mujeres reales, valientes y fuertes, frente a la cosificación y victimización a la que estamos acostumbradas. Al mismo tiempo, aprovechaba para lanzar un mensaje a los más jóvenes, animándoles a luchar por sus ideales, recordándoles que sólo trabajando juntos se pueden derribar las barreras, pues el arte es un arma tan válida para transformar la sociedad como la política. Palabras que cobran fuerza si tenemos en cuenta que, junto a Dolan, en el 2014 la Academia premió igualmente con el Grand Prix a Godard por Adieu au Langage (2014), siendo recogido el premio por su representante, quien se limitó a dar las gracias, dejando todo el protagonismo de la noche a Xavier.
Un Godard ausente y un Dolan cada vez más visible que volvería a ser premiado en 2016. Quizá, a pesar de todos los devaneos, 2016 no ha sido tan mal año. Me gustaría pensar, al igual que lo hicieron nuestros padres en su momento, que hoy es un bello día para revolucionarlo todo. Que hoy, más que nunca, es posible deconstruirlo todo, rompiendo con esa dialética de lo masculino, donde lo emocional es penalizado y lo racional glorificado. Porque, por mucho que ellos se empeñen en demostrarnos lo contrario, la apuesta de Dolan nos recuerda que los días de la vieja escuela están contados. Así que, queridos maîtres, saboread gustosamente vuestros privilegios mientras podáis. Porque luego, me temo, será demasiado tarde.