El amor es el opio de las mujeres.

Hace poco, movida por consejos de buenas amigas y compañeras, decidí dejar prejuicios atrás y darle una oportunidad a Las Chicas del Cable. La serie, asentada en el Madrid de los años veinte, me producía cierta alergia inicial. Todo ese juego estético yanqui, esa obcecada manía de los productores ibéricos (en este caso, galaicos) por trasladar la ficción al otro lado del océano, me daba pereza. Mucha, la verdad. Más aun cuando su productora, Bambú, es la misma que ha hecho joyitas neoliberales como Velvet, con el seductor implacable y la doncella sumisa, revisiones acartonadas de las soap operas de los años 50. La misma historia acaramelada, que pretende reescribir el pasado con un halo de nostalgia que ni el mismísimo Capra. Señores, por las Diosas, que estamos en el siglo XXI. ¿No podemos cambiar ya el relato?

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Si esto no causa pereza, que vengan las Diosas de Mae West y Katharine Hepburn y lo vean.

Pero me dije «venga, no seas tan feminazi, si tus colegas hembristas te la recomiendan, es que no será tan vomitiva». Y lo intenté. Tres veces, señoras. La tercera, este mismo mediodía. La serie, lanzada desde la plataforma Netflix, ese nuevo hito cultureta de los millenials, narra las aventuras (amorosas) de un grupo de jóvenes entusiasmadas por ser libres que buscan su futuro en la nueva compañía de teléfonos. De entrada, el planteamiento puede resultar incluso interesante. Mujeres que trabajan juntas, que luchan colectivamente, buscando un halo de libertad en una ciudad que está a punto de vivir uno de los grandes momentos de la historia de nuestro país: la 2º República.

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Lesbianas y sufragistas. Podrían haber sido el perfecto hilo conductor de la trama, pero parece que a Bambú no le interesa demasiado.

Sí, la cosa promete. De entrada. El problema viene después, cuando descubrimos que el verdadero hilo narrativo de la historia no es la lucha personal de una mujer maltratada por superar su encierro, ni los encuentros furtivos de dos de las protagonistas en las conferencias de Victoria Kent a favor del sufragio femenino. El motivo central, y no se equivoquen, no es otro que el amor. Pero no el amor de Carol y Thèrese, las lesbianas tránsfugas de Patricia Highsmith. Ni siquiera ese amor  juguetón y pícaro de aquellos que, como Sartre y Beauvoir o Tracey y Hepburn, se siguieron buscando a lo largo de sus vidas al margen de la normatividad. Lo que nos trae Bambú en esta «prometedora» apuesta no es otro que el amor tóxico de manual, el de los cuentos de princesa revistados por Disney.

Qué quieren que les diga. A mí el cuento de la princesa empoderada nunca me ha ido demasiado. Es obvio que todas hemos jugado a ser Bella, pequeñas ratas de biblioteca que no encajaban del todo dentro de los patrones sociales. Pero ya saben, aunque Bella mande a freír espárragos al machote de Gaston, al final acaba fregando platos en el castillo de la Bestia. Porque el amor todo lo puede, o eso nos decían de pequeñas. Sé dulce, bonita, y no te quejes tanto. ¿No ves lo guapa que estás cuando te callas? Por fortuna, a mí me contaron otro cuento. El de la princesa que pasaba de hadas paternalistas y príncipes pazguatos para vivir su vida. Sé lista, dispuesta, valiente. No tengas miedo y sigue tus sueños por difíciles que te parezcan.

Y lo hice. A pesar del rechazo social, de las palizas, logré encontrar mi propio rincón, entre versos de Leonard Cohen y textos de Beauvoir. Todo parecía perfecto. Hasta que un día, le conoces y empezáis a hablar de cine, de literatura, de la vida. Te sientes identificada con él y comienzas a plantearte que, quizá, el amor no esté tan mal al fin y al cabo. Tu cabecita empieza a hacer elucubraciones sobre planes de futuro, te mueres por encontrarte con él a la salida de clase. Y sin darte cuenta, te has convertido en Bella. Ahí estás, desviviéndote por alguien y llegando a olvidar a tus hermanas y compañeras. En cada conversación con tu madre, el tono de ella te desvela que quizá estés yendo demasiado rápido. O quizá no. Lo cierto es que llegas a negar ciertos gustos, sonriendo lacónicamente y afirmando «¡ay, qué va, yo tampoco soy tan feminista!».

Pero entonces, tras una temporadas de «puede, quizá, quién sabe», te descubres a ti misma haciendo todas esas pantomimas delante del espejo. Jugando a ser el reflejo del otro, negándote tu propia identidad. El tiempo pasa, te olvidas de él. Pero llegan otros. Y otras. Vaya, como si no fuese suficiente lío. El caso es que un buen día, mientras te tomas tu taza de café matutino, te das cuenta de que ni tu propia madre, feminista hasta la médula, ha logrado aislarte del patriarcado. Porque por mucho que se nos eduque en la igualdad, vivimos en un jodido sistema heteropatriarcal que lo invade todo. Desde los medios de comunicación nos bombardean con modelos de belleza imposibles de alcanzar. En el colegio, los libros de inglés nos plantean debates sibilinos sobre lo cotillas que somos las niñas y lo activos que son los niños. Y, poco a poco, te van conformando en la perfecta Señorita Pepis. Esa que nunca deja una pestaña sin maquillarse ni un examen sin responder a la perfección. Esa que llega a su casa residencial después de su dura jornada como ejecutiva y tiene tiempo de acostar a los niños y de divertir al marido…¿o era al revés?

Algunas, las más díscolas, nos saltamos el patrón. Suspendemos exámenes y cambiamos mil veces de carrera, porque nada nos satisface. Follamos con muchos o reímos con otras, pero lo pasamos bien.  Salimos y somos independientes, disfrutamos de nuestro erotismo solas o acompañadas, resignificando el orgasmo y rompiendo patrones patriarcales opresivos. Pero entonces, entre cervezas, te confiesa tu amiga que algo falla, que se encuentra sola. «No me juzgues, yo sí que quiero encontrar a alguien que me quiera». Y tú, feminazi radical, de esas que provocan pesadillas a Jorge Cremades, de las que gritan como auténticas hoolingans cada 8 de marzo, enmudeces. No entiendes nada. ¿Por qué esa necesidad imperiosa de vivir en pareja?.

Das un trago a tu bebida y miras a tu alrededor. Parejas y corazones descoloridos del último San Valentín rodean el bar. Mientras tu amiga va al baño, aprovechas para echar un vistazo a las redes sociales y lo comprendes todo. Ellos y su éxito profesional, cosechando premios. Ellas, enamorándose y casándose. Fotos de bebés comienzan a invadir el tablón de tu Facebook. Fotos en paraísos terrenales prometiéndose el amor eterno. Casi tan terroríficas como los miles de candados que abarrotan el Pont des Arts de París. Imagen que para muchos es sinónimo de alegría y celebración. Ya saben, París es la ciudad del amor. Un amor tan tóxico como el que se nos vende desde series como Las Chicas del Cable.

Cada uno de estos candados, depositados por parejas del mundo entero, simbolizan a la perfección lo asfixiante del sistema heteropatriacal. Una vez que se cierra el candado, los amantes han de tirar las llaves al Sena, fijando su amor para la eternidad. Fijándose a sí mismas como perfectos complementos. Clac. Eres lo más importante en mi vida. Clac. No te vayas nunca, por favor. Clac. Sin ti, mi vida no tiene sentido. Clac. Sin ti, me mato. Clac. Si me dejas, te mato. Clac. Otra vida más que  se pierde, al igual que esas llaves en el Sena. Hasta que los cimientos revientan. Pero no se preocupen, queridas mías. Las instituciones ya se encargarán de limpiarlo todo. Ay, la lacra del maltrato. Vamos a levantar estas rejas, que estropean la visita a los turistas. Qué horror, otra mujer más asesinada. Denunciémoslo, hagámonos la foto y guardemos un minuto de silencio. Pero apresúrense, que el tiempo corre. Tic tac tic- tac. ¿Qué importa realmente? Cada muerte duele pero el sistema os necesita para que criéis, para que amamantéis y nos deis más mano de obra barata. Tic. tac. Al fin y al cabo, si duele es que funciona. Ya saben, a quererse mucho, pongan otro candado más y celebren sus bodas por todo lo alto. No se preocupen, que si se vuelve a romper, ya lo restauramos para que quede todo bien limpito. Ni una gota de sangre.

Ay, París. cuna de la revolución. De Olymple de Gouges a las combativas del Mouvement de Libération des Femmes, esas aguerridas mujeres que se impusieron a los machos rojeras en el Mayo del 68 francés. La ciudad que en 1871 vivió una de las más bellas experiencias políticas, la Commune, esa propuesta utópica, muestra de que otro mundo es posible. Esas pétroleuses quemándolo todo, destrozando el sistema y haciendo temblar los cimientos del perfecto matrimonio entre capital y patriarcado.

La ciudad que (dicho sea de paso, y ya que nos ponemos autobiográficas) me dio la vida. De los gritos aguerridos poco queda. El París revolucionario parece haber enmudecido detrás de los pasados atentados en la sala Bataclan. Los pocos que se atreven a hacer oír sus voces son enseguida reprimidos por la policía y ese asfixiante  temor y terror que todo lo cubre. Mi ciudad soñada amanecía esta mañana resacosa, con un sabor agridulce de quien se sabe libre del fascismo pero nota ya el peso del más rancio capitalismo. Macron ha llegado para quedarse, señoras. Y más vale que lo asimilemos. Desde Prisa, y ya no digamos desde la sede de Ciudadanos, parecen contentos. Vía libre al nuevo orden, a los tratados de comercio y al neoliberalismo molón.

En un día como hoy,  el Pont des Arts, como de costumbre, habrá amanecido atestado de turistas que sellan su amor eterno. No sabemos si ellas dejarán sus empleos, sus amigas. Su vida. Todo por él. Por una historia sin sentido que nos vienen contando desde tiempos inmemorables. Un cuento de no acabar donde el final ya nos lo conocemos. Y fueron felices y comieron perdices. Hasta que la muerte los separó.

Quizá sea posible otra historia. Quizá las princesas puedan ser libres para enamorarse de mil príncipes o incluso de princesas. Quizá algún día los príncipes puedan ser princesas sin acabar en la UCI tras una paliza bestial. Quizá, un día, podamos querernos libres. Sin más.

 

 

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