De lo visceral.

Son las dos de la mañana. Hace ya un buen rato que eres incapaz de escribir una sola línea decentemente. «Venga, un poco más», te mientes a ti misma. «Acabas esto y te vas». «Aguanta, tú puedes». Sigue, resiste. Que no se te noten las ojeras. Recuerda, la cara es el espejo del alma. Un alma encorsetada en un cuerpo-máscara, en un cuerpo que es mentira. Un cuerpo cansado, agotado, pero que se cree, quizá, ese mito del entrepeneur. Ya sabéis, resiste, continúa y te harás con la recompensa. Tan sólo es cuestión de saber qué mascarada usar en el momento oportuno, jugando tus cartas lo mejor que puedes para no morir en el intento.

Estoy cansada, lo estamos todas. De jugar en una liga creyéndonos con las mismas posibilidades que ellos. Confía en tus posibilidades y lograrás el objetivo. Sonríe lacónicamente, muestra tu mejor perfil y no te alteres demasiado. No molestes, en resumen. Esa es la realidad. En un mundo cada vez más individualizado, pragmático y egotista, ser mujer me harta. La sangre menstrual y lunar que aviva mi cuerpo cada mes me pide, me exige, que sea yo, que me deje de contemplaciones. Pero el sistema, ay, el sistema no perdona una. Entrega, responde, da. Agradece. Agradece el poder votar a unos señores, más o menos encorajados, que decidirán que es lo mejor para tu cuerpo y para ti, desde su masculinidad hegemónica. Esos señores que ocupan sillones y que se regodean puro tras puro en su consabido poder. Que dirigen partidos, empresas, Academias. Esos señores modernos de gabán y copa que nos regalan su mirada paternalista mientras se regocijan de viejas nostalgias mal pasadas. Muy castizos ellos.

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Antonio Lucas, David Gistau y Manuel Jabois, la masculinidad en naftalina. (Fotografía de Toni Mateu para Telva.)

Que han gestado, paulatinamente, todo un sistema simbólico perfecto. Santa María y pérfida Eva, portadora del pecado original. Tu sexo es pecado pero, ¡ay! qué bien sienta la liberación, enséñanos un pezón, querida. Enséñanos tu cuerpo, recatadamente. Deja que te dirija, que me regocije en vuestro lésbico deseo. Un deseo que no es vuestro. Un deseo que ocupáis con nuestro permiso. Un deseo configurado para nuestro onanismo vanidoso. Un deseo coitocéntrico, despojado de toda credibilidad en su exposición más brutal. Y así, jugad a ser nuestras. Monroe, qué excéntrica eras, las drogas y tu vanidad acabaron con tu vida. Serberg, te atreviste a quitarte la vida y dejar a tu pobre hijo solo.  Karina, la princesa de la Nouvelle Vague. Tan dulce y risueña, tan perfecta en su sumisión. Schneider….Ay, Schneider, qué pena tu muerte, con lo bella que eras. Schneider, mito erótico tomado, mito robado, mito destrozado. Pero quién se atreverá a cuestionar a Bertolucci, ese gran genio. Ellos, creadores y ellas, creadas. Olvidadas y denostadas, desde Alice Guy a Jane Campion. Existimos en lo pasivo y etéreo. Frágiles recuerdos de lo que nunca fuimos.

Pero no se preocupen, queridas damas. ¡Hemos pensado en ustedes! No se alteren,  que aunque nuestro Consejo Editorial esté conformado únicamente por hombres, les dedicamos un número a ustedes, dulces musas. ¡Extra! ¡Extra! ¡Las mejores voces en nuestro número de la mujer, recién salido del horno! ¡Vean ustedes cómo pasean la pluma, con qué agilidad y destreza! ¡Lo mejor, señores, de la «mirada femenina», esa gran desconocida! Y allí, están, sin duda. Ellas, desde académicas a cineastas. Si no lo hacen, perderán la oportunidad de ser escuchadas. Y, si lo hacen, quizá serán criticadas por seguirle el juego a los cuatro gatos de siempre. Por no ser «lo suficientemente feministas», por ser «femeninas, pero no feministas». Por ser demasiado o quererlo todo. Toda excusa es buena para dinamitar nuestra lucha.

Y he aquí que llegamos al gran invento del patriarcado, después del amor romántico: la confrontación entre mujeres.  Nos lo cuelan ya desde pequeñas, haciéndonos competir por el amor del príncipe que nunca llega. Y el mito se va cimentando poco a poco, gracias a los benditos arquetipos. Ellas, las que logran encajar en el molde perfecto, nos saludan desde su trono. ¡Ah, esas chicas populares! ¿recordáis? Las que se hacían con el príncipe y la matrícula. Las que parecían tenerlo todo. Las veíamos desde la distancia, entre el rencor por lo que nunca tendríamos y la felicidad de sabernos diferentes. Ellas, tan perfectas, eran el enemigo a batir. Por encima de los que te levantaban las faldas en la salida del cole. Ellas, cuyo único objetivo era gustar, que edificaban su subjetividad  (o la falta de ella) en el reflejo del otro. Que pasaban de ser tus amigas de meriendas y paseos a tu mayor contrincante.

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Anna Karina, ejemplo de la musa eterna del patriarcado cinematográfico.

He de reconocer que las princesas siempre se me han atragantado. Quizá porque me la jugaron antes de tiempo. Pero lo cierto es que siempre las he juzgado desde el rabillo del ojo. Y más, señoras, cuando una se mete en el mundillo de la comunicación. Ya  saben, ese idílico mundo de Saras Carboneros y Susanas Grisos. Donde la única manera de destacar si eres mujer es complaciendo. Estúdiate bien el guión, bonita. Eso es lo único que puedes hacer en este mundo. Sí, ustedes me dirán, señores del puro y del sillón de la Rae, que los tiempos han cambiado. Vendrán a hablarme de Ana Pastor o Rosa María Calaf, recordándome que «si quiero, puedo». Ja. Vayan a contarle el cuento a otra. O a otro, más bien. A alguien que no haya visto como los machos alfa de clase insinuaban felaciones a tus compañeras. «Me gustan las negras de culo respingón», «a Maruja Torres le faltan un par de lecturas, demasiada tontería tiene esa mujer encima», «ey, Bonjour, guapa, ¿cómo te va hoy?», «¡Qué elegante vienes a clase, qué bien te queda esa falda!» , Todo ello acompañado de sibilinas miradas de tus superiores, dejándote claro tu rol en ese peculiar ecosistema. Sí, señores, esas lindezas teníamos que escuchar yo y mis compañeras. Y el juego empeoraba si no eras blanca de clase media, como la mayoría. Entonces te quedaban dos opciones, enmascararte en la neutralidad; o bien radicalizarte. Como ya han debido de adivinar, elegí la segunda opción. La de los pantalones flojos y camisas de cuadros, la del sarcasmo como respuesta.

El tiempo pasa y te vas olvidando. Hasta que un día, la magia del audiovisual te devuelve a tus años universitarios. Y por eso hoy he decidido hablar de una serie que conjuga perfectamente el universo de las redacciones de los periódicos con el estallido del Women’s Liberation Mouvement (Movimiento de Liberación de las Mujeres) en los años setenta. Good Girls Revolt (2015) es, sin lugar a dudas, un gran acierto. Su virtud radica no solamente en su estética, ciertamente conseguida, sino en la construcción del relato. Good Girls Revolt, basada en hecho reales, es la historia de las mujeres que cambiaron su tiempo. De Cindy, que busca en el alcohol y los amantes pasajeros la salida imposible de su asfixiante matrimonio. De Patti, joven dinámica fascinada por la contracultura de los setenta y adicta al ritmo trepidante del periodismo. Y de Jane, hija privilegiada de una conocida familia americana, a la espera del perfecto matrimonio que la sacará de la redacción para encerrarla de por vida en un elegante barrio residencial.

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Pero, por encima de sus protagonistas, Good Girls Revolt es la historia de las mujeres.  El relato de quienes se atrevieron a vivir con miedo, a existir fuera del molde. Y digo «vivir con miedo» porque este puede llegar a convertirse en nuestra más potente arma. Sí, no es fácil enfrentarse a la sociedad, al sistema. Y, cuando te decides a hacerlo, te estás muriendo de miedo. Pero es ese pavor que te recorre las arterias al que debes de escuchar, sintiéndolo más tuyo que nunca. Ese temor es la voz de las Ondinas enterradas. Las Vírgenes martirizadas. Así que escúchalo, hazlo tuyo. Aprópiate y lanza tu grito de guerra. Escupe, vomita. Pero hazlo.

Claro que, para conseguirlo, no podrás tú sola. Las necesitas a todas. Algo complicado porque, desde el mismo momento en el que entras en la universidad, te recuerdan que «tu compañera es tu rival, debes superarla». Ay, y tú que creías que haber conseguido la nota media relajaba el asunto. Qué engañada estabas. Eso sólo era el principio del fin. Al capitalismo le excita verte competir, mendigar por prácticas y un salario de mileurista. Así que, si quieres derrotar al patiarcado neoliberal, cuenta con ellas. Crea redes y apóyate en tus amigas más cercanas. Compartid llantos, risas, gritos. Salid a la calle y reventadlo todo.

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El Mayo del 68, mujeres al frente.

Esto va por vosotras. Por las que no habéis desistido y habéis  seguido adelante. Las que os habéis caído y vuelto a levantar, trabajando horas y horas sin el reconocimiento que os merecíais. Las que publicáis donde podéis y como podéis, las que os resistís a dejarlo, aun sobreviviendo en las precarias condiciones del autónomo. Las que os habéis tenido que retirar por diversas razones, pero seguís el hilo de la noticia y buscáis nuevas oportunidades debajo de de las piedras. Y por supuesto, por las que habéis tenido que hacer frente desde vuestras diversas opresiones, desde la pobreza a la neurodivergencia. Las que no habéis contado nunca con un apoyo familiar estable y, pese todo, habéis seguido en primera línea de combate. Sin vosotras esto no tendría sentido.

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Pero también va por ellas, las perfectas chic-filles que se resisten a abandonar el molde. Que usan su cuerpo como reclamo sexual y profesional,  a merced de la demanda del neoliberalismo patriarcal. Las del rostro perfecto que sonríen a cámara y ¿se hacen? las tontas. Las Carbonero, las Ortiz y las Pedroche. Sí, lo sé. Nunca os he tragado. Algo en parte potenciado por vuestra arrogancia o vuestra actitud despótica. A algunas os he tratado desde el más sucio paternalismo, mirándoos como dulces muñecas indefensas. Muchas, y lo sabéis, no me caéis bien, joder. Y no voy a negarlo. Las Ivankas de la vida, que sonríen y se las dan de feministas mientras lucen de mujer florero. Pero, ¿sabéis qué? El feminismo no tiene nada que ver con la simpatía. El feminismo debe ejercerse desde la transversalidad, de abajo hacia arriba, siendo plenamente conscientes de nuestros relativos privilegios.

Sí, me aburrís. Paso total, que diría Lampreave. Pero aun así, el feminismo debe contar con vosotras. Perfectas secretarias, dóciles parejas, exitosas presentadoras. Vivís, quizá, creyéndoos el cuento, pensando que de verdad sois iguales a vuestras parejas. Incluso os definís de feministas. Y lo más jodido de todo esto es que os necesitamos. No voy a ser vuestra amiga ni vuestra confidente, pero estaré ahí como compañera de lucha. No juzgaré vuestros andares ni modos de vestir, sino que criticaré a aquellos que así os lo exigen. Pedroche, haz de tu cuerpo lo que te plazca, estás en tu pleno derecho. No voy a liberarte ni a quemarte en la hoguera. No eres mi objetivo. Sí lo son los productores de Atresmedia que te erigen como objeto de consumo. Ivanka, Melania, Ortiz. Por una vez, voy a evitar juzgaros, ir en vuestra contra. Como dice Manuela Carmena, «yo creo en la reinserción». Así que, tarde o temprano, espero que paséis a la acción y, como buenas Judiths, rebanéis la cabeza del opresor. Qué carajo.

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Ahora bien, cuidado. La lucha no debe caer en las Carboneros o Pedroches por el mero hecho de su visibilidad. El feminismo debe venir desde las mismas entrañas: las más oprimidas son las que tienen que ser escuchadas. Lamentablemente, quienes tienen la oportunidad de hablar suelen ser otras. En Good girls revolt, la abogada que lleva el caso de las trabajadoras de The News Week, le pide a Jane que hable en nombre de todas. Jane viene de una buena familia y tiene, quizá, más tablas que sus compañeras. Así que es ella la elegida. Esto no debe pasar. Aunque las que estemos al frente de las manifestaciones y de la academia seamos otras, tenemos que tener en cuenta que no somos el epicentro del problema. Nuestra voz solo tendrá sentido cuando hable desde la plena consciencia, la consciencia de saberse privilegiadas dentro de nuestra opresión. Sólo así lograremos fragmentar los cimientos del sistema patriarcal.

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