Mientras el feminismo se debate entre el abolicionismo o el regulacionismo, la masculinidad nos vende un discurso punk del porno como panacea de la liberación. Una excusa perfecta que le permite asegurarse su puesto mientras se pega un homenaje entre prostíbulos y salones eróticos.
Ellos compran legalmente, adquiriendo maritalmente cuerpos jóvenes para colmar su sed narcisista. Señor cuarentón venido a menos busca aprendiz a quien domesticar. A quien controlar y enseñar a ser libre. Y ella, perdida en ese complejo de Estocolmo, se cree sujeto. En esa edificación del otro, se piensa empoderada.
La domesticación ejercida desde la industria del sexo, en el que ellas son colegialas y ellos sus guías, parece no alejarse mucho de ese relato del héroe clásico donde ella se dejaba buscar y aprehender por la male gaze. Ya en el siglo XIX, Michelet retomaba las palabras de los clásicos para venerar la figura del maestro y su aprendiz. Reconvertida en el laicismo posmoderno, la pupila de Sade se vende en gangbangs al mejor postor.
Lluvia dorada al que algunos osan teñir de feminista, alegando una supuesta libertad de elección. Y así, de las jóvenes púberes de Ingres, pasamos a teens procesadas a golpe de click. Puvis perfectamente rasurados para no entorpecer la mirada masculina. Puvis limpios, listos para su consumo.
En esta mercantilización constante de los cuerpos, el producto erótico se reviste de sujeto para protagonizar la última ofrenda del festival erótico de Barcelona. Ahora, la joven desnuda de Manet no sólo nos mira, sino que interactúa. Desnuda desde la plena consciencia feminista a su acompañante y juntas deleitan al nuevo hombre con una performance interracial de banda ancha. Feminismo interseccional 2.0. del más alto nivel. Un guiño violetizado a la industria del porno encabezado por voces como Amarna Miller.
Y no, lo siento, pero no. No voy a repetir por enésima vez el discursito maternalista hacia Miller. Mejor, ampliemos el plano para ver quién la entrevista, quien la defiende y encumbra como una nueva musa del arte. Ay, Risto. Que te crees muy moderno con tu discurso remasterizado de hombre salvaje. Vendes la caspa de los burdeles del XIX con posos del último whisky de Ernest. Con tus gafas ahumadas buscas impactar, como ya lo hiciera Godard en los sesenta.
Tú, que te alimentas de lo que otros han dejado, vendes lo viejo por nuevo. Que romantizas la pederastia como un Gauguin publicitario en monocroma. Sin gracia, vives de las migajas de un pasado que te empeñas en rescatar. Y así, nos sonríes, burlón, alcanzando tu quinto orgasmo narcisista del día. Tú, un Don Nadie, harías reír a Zorrilla con tu vanidad plastificada y tus referencias alquitranadas.
Defiendes el porno como un señor feudal su castillo. Su propiedad. Su espacio seguro. Nos miras desafiante desde tu falsa alta autoestima, lanzando tu dardo mortal: «las feministas sois unas moralistas». Realmente, no hay nada de amoral en follarse a una tía de 20 años. Como tampoco en humillar a mujeres a ritmo de cámara.
Y es que lo que nos venden como revolucionario estos nuevos hombres ya nos lo ofrecieron en los sesenta Godard y Cassavetes. O Duchamp y Man Ray en los años 20. O Ingres y Jeandel (el Torrente del porno francés, para novatos) en el XIX. No hay nada nuevo bajo el patriarcado. Los libros de historia están llenos de eméritos señores que violan maritalmente a jóvenes.
Una cultura de la violación defendida hoy en las universidades, donde de nuevo el profesor acosa a la alumna mientras defiende a sus predecesores. Y así, nuevas glorias de cine te enseñan puesta en escena, acosándote y cosificándote, siguiendo la norma de estilo de la Nouvelle Vague. Y tú te vas ocultando, hasta desaparecer del plano. Mientras tú te hundes, ellos emergen en cada sonrisa cómplice del profesor. Secuencia a secuencia, asimilan la vieja cultura, convirtiendo las charlas de cine en burundanga de fin de semana. De María Schneider a la Manada.
La Nueva Ola no tiene nada de innovadora. Al igual que el porno, disfrazó la violación de transgresión, matándonos lentamente. Pero a cada paso, resurgimos como aves fénix violetas. Mónica nos mira a nosotras, para que nos riamos. Y es que todo cambia cuando te das cuenta de que, en esa interpelación final de Verano con Mónica, ella te mira a ti, espectadorA. Superando a Ingmar, su mirada rompe el marco y te da la fuerza para seguir.
Y entonces comprendes la necesidad de escuchar. Ya no desafías a tus compañeras, sino que deseas su venganza en silencio. Levanta la espada, hermana, es hora de luchar.