Vamos a contar mentiras.

Sentadas en aquella mesa de pino, mi abuela repasaba las lecciones conmigo, allá por el año 95. De los huesos de la mano a las partes de la flor, aquellas tardes saben aún en mis recuerdos a plátano frito, canela en rama y una cierta melancolía. Nacida en los albores de la 2º República, nunca guardó buen recuerdo de Negrín en su memoria. Su moral católica, y con cierta tendencia academicista, me hizo siempre tomar con recelo a María.

Como hija de un padre demasiado de izquierdas como para aceptar un bautizo oficial y de una madre más próxima a Ada Lovelace que a la Santísima Trinidad, abracé desde muy pequeña el dogma republicano gabacho. Ya saben, aquello de «liberté, égalité, fraternité». La libertad guiando a pueblo, el poder femenino enarbolado en la bandera tricolor. Un deseo húmedo feminista que va reposando poco a poco, creyéndose muy por encima del «padre nuestro que estás en los cielos».

Así que cuando mi abuela me contaba aquello de «ay, hija, ellos quemaron nuestros templos, nuestras iglesias, nuestros refugios», la miraba con una suerte de escepticismo respetuoso. Por mucho que venerase su sabiduría y sus cuidados, su recelo mariano a la República me hacía sospechar. ¿Cómo puede ser que haya algo mejor que un Estado laicista? Un Estado creador de la Democracia moderna. De la Modernidad. De Victor Hugo a Rimbaud, pasando por Marie Curie o Simone de Beauvoir, mi boca se hacía agua.

Ay, esa cultura tan pura, tan perfecta y limpia. Esa perfección cartesiana de los bulevares haussmanianos de París. Esa Pureza. Esa rectitud. Esa claridad…Esa…¿libertad?

20 años después, el Sena me vuelve a acompañar y compruebo, con un agrio sabor de boca, que mi ensoñaciones infantiles estaban ciertamente distorsionadas. Detrás de la Marsellesa, el sueño utópico de la revolución ha sido tomado por el capitalismo. Ay, esa lista burguesía del XIX, qué bien compró el sueño a los proletarios que dieron su vida en la Bastilla. Un pueblo que se entrega en cuerpo y alma a una lucha común, poniendo la bandera por encima de su propia vida.

De la Marsellesa a Els Segadors, de Francia a Catalunya, la historia parece repetirse. Una vez más, el poder social se difumina y los colores del himno vencen a la razón. De Napoleón a Puigdemont. De monarquías obsoletas a  nuevos regímenes capitalistas donde viejos reaccionarios se visten de progresistas. Fíjense hasta qué punto llega mi delirio que hasta creo ver la bandera española repetida en la estelada. Duplicaciones nacionalistas que se suceden en quienes las enarbolan.

Nacionalismo burgués, homófobo  y machista por duplicado. De Torra a Rajoy, no puedo dejar de tener más simpatía por el segundo. Quizá porque, al menos, no busca ser el macho alfa de la manada. Torra tiene esa esencia aznariana, como vintage. Quizá es que vuelven los ochenta, con sus hombreras y su progresismo rancio. Quizá Rufián is the new González. Quién sabe.

Ajenas a las banderas, las lenguas permanecen soterradas. La mía muere por momentos. La perdí en el rencor y el despecho de quien se cree mejor que su tierra.  Cuando ya la creía perdida, vuelven a mí las palabras de Rosalía. Y siento que quizá no está todo perdido. De las aguerridas mujeres bilbaínas, de las gitanas que nos recuerdan su sufrimiento, de las andaluzas que se imponen al fascismo, un vendaval violeta amenaza a la rojigualda. Y así, poco a poco, en cada huelga, en cada 8 de marzo, la bandera monárquica tomará el violeta de las Trece Rosas y se hará republicana.

Puede que todo esto no sean más que las elucubraciones menstruales de mi ser, pero no dejo de pensar que algo está cambiando. En ese fracasado uno de octubre, la sociedad ¿española? descubrió la gran mentira. Que no había buenos y malos, sino un ferviente nacionalismo por ambos bandos. Dice mi madre que, en aquel debate entre Puigdemont y Rajoy, no dejaba de pensar en ese «Duelo a garrotazos» de Goya. Solo que en esta ocasión, el enfrentamiento va más allá de quienes lo lideran. Una guerra inútil, quizá, donde el ego masculino predomina por encima del oprimido.

Un duelo que no escucha. Un enfrentamiento sistémico de viejos cánticos donde el hombre blanco, cis y heterosexual impone su norma. Rojos contra fachas. La hoz contra el crucifijo. La razón republicana contra el dogma eclesiástico. La modernidad contra la tradición. Y, así, sumidas en esta concatenación malsana de binarismos, nos despojamos de nuestros recuerdos para sumarnos a uno de los bandos.

Entonces, un buen día, descubres que Louise Michel, madre de la Commune parisina, basó su lucha revolucionaria en cuidar a los demás, dando a los más necesitados lo poco que tenía. En ese darse a los otros, Louise parece alejarse de la tricolor para acercarse a Hildegarda de Bingen, Santa Teresa, Sor Juana Inés de la Cruz. Y tantas otras místicas que se dieron en vida pero también lograron imponerse en ese patriarcado eclasiástico. Obispos que se adueñaron de las voces de nuestras hermanas al mismo ritmo que los otros centros de poder patriarcal: el cine, la literatura, la Academia, la política, etc.

Y así, gracias a las palabras de Santa Teresa, escucho a mi voluntad y retomo el trazo de las que ya no están. Entre miradas esquivas, logro evadirme para sentirlas más cerca y dialogar. Buscar respuestas en un pasado difuso. Y es entonces donde comprendo que lo que realmente pesaba en los hombros de mi fallecida abuela no era María, sino el sistema.

Allá por los años treinta, cuenta la leyenda familiar que mi abuela buscó en las monjas teresianas la respuesta a tantas preguntas, todavía sin resolver. Hoy, ochenta años más tarde, su nieta busca en la Academia con el mismo anhelo. Como entonces, el duelo de una España dividida pesa sombre nuestros hombros. El sinsentir de un pueblo que abraza banderas por encima de almas.

Ojalá sentirte, recuperar el diálogo. Contarte de mi vida. De mis compañeras, de mis emociones. De cómo el tiempo sana heridas y acerca a primas, recuperando el relato. El trazo de la canción ha permitido que entienda por qué hiciste lo que hiciste. Y, por fin, no os juzgo. Pudisteis hacerlo mejor, quizá.

Y es que gracias al feminismo que duele, que enseña, he aprendido a perdonar. A comprender las lágrimas de quién fue dañada cuando solo era semilla y tiene miedo de cuidar. A ser yo y a amar en plural, en una sociedad patriarcal y binaria hasta la médula.

El tiempo pasa fugaz. Demasiado. De generación en generación, los sueños se van sumiendo en el olvido, aceptando el destino y limitándose a seguir el mandato. Quizá esta vez sea diferente. Quizá pueda detener el tiempo cinco segundos más para escuchar a quien aún puede enseñarme, desvelando el alma entre delantales, superando las corazas de la feminidad del papel couché para volver al telar de las viejas curanderas.

Decías que no querías una nieta, ¿recuerdas? Que no querías que sufriera. Tengo una sorpresa: las mujeres de mi generación hemos logrado transformar ese dolor en gozo, uniéndonos y superando distancias. Recuperamos el poder de la mística en el ciberespacio, retomamos la tierra en festivales de verano y rompemos lo binario en cada 8 de marzo.

Si supieras lo que ha cambiado todo…Que ser mujer ya no responde al cuerpo, sino al alma. Que amarse entre nosotras ya no está prohibido. Es más, se celebra en verbenas y fiestas rurales. Quién sabe, puede que nosotras no hayamos descubierto nada en realidad. Puede que solo hayamos roto la máscara para volver a fluir en nuestra esencia.

 

 

 

 

 

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