Desmitificando el feminismo.

Todo comienza cuando te sumerges maravillada en su cuenta de Twitter y se acaba cuando las alertas de Google te descubren a tu ídolo mancillado por el duro peso del sistema. Y así, Dolera pasa de ejecutar su rol de chic fille con ecos de Meryl Streep a ser quemada en la hoguera. De repente, los más acérrimos forococheros parecen fundirse en una suerte de «humanismo de pro» que calumnia contra las malvadas feministas. Y tú, que sigues intentando sacar algo en claro de tu tesis, despiertas anonadada de tal resaca virtual, cansada de tanto icono vacuo.

Dolera no molesta. Dolera se ajusta. Como Emma Watson, como Beyoncé. Con su guiño rosa, complace a críticos y públicos. Más feminismo. Mucho feminismo. Dos toneladas y media y subiendo, que se me quedan escasos. Tíñanmelo todo de rosa y violeta, que tape bien las heridas. Y si sobran algo, hagan el favor de mandármelo todo para Israel, que a ver cómo organizamos sino un festival LGTB entre tanto palestino incordiando.

Que no se vea ni un rasguño. Cubramos esta cultura visual de la violación de dulce morado para que no moleste, siempre con buen gusto. Llamémosle a eso feminismo, por decir algo. Para quedar bien. Para sumar y dar «visibilidad». O «empoderar». Venga, no se queden cortos en neologismos, adornemos con ellos la Academia, desde los medios hasta los sillones de la RAE.

La gracia de la democracia cibernética es que todas pueden sumarse. Estudiantes, cineastas, periodistas. Todas. Bueno, a ver, un orden. Siempre que sean ustedes heterosexuales, blancas (o dulcemente bronceadas), binarias y muy monas. A ver si se creen ahora que van a poder hablar las gitanas. En el sagrado nombre de Beauvoir, por las diosas. ¿No ven ustedes lo oprimidas que están, con sus pañuelos y sus tradiciones? Y encima van y cuidan por encima de sus posibilidades. ¡Habrase visto!

Si es que existe un cielo, imagino distraída a algunas de las sufragistas que dieron su vida por el sufragio universal. O a Clara Campoamor. Las imagino tomando café mientras nos miran de soslayo sin entender nada. Ellas, que quemaban buzones y atacaban la propiedad privada, observando este espectáculo dantesco del manierismo violeta. Un lacito por aquí, un hastag por allá y un par de fotos con filtro Valencia. Listo. ¿Para qué molestarse en ir más allá, en mancharse las manos, en revisarse los privilegios?

¿Para qué luchar cuando otras pueden hacerlo por mí? A veces siento que los ochos de marzo no son suficientes. Ni las huelgas ni los gritos (ni mucho menos los minutos de silencio, claro está). Que nos estamos contentando con migajas: promesas de cuotas, sectores violetizados y reservados en la Academia de «estudios de género». ¿Para qué más? ¿Para qué luchar si ya casi lo tenemos todo?

Para qué arriesgarse. Esa es la cuestión. Y es que es mucho más fácil delegar en otras lo que no somos capaces de gestionar nosotras. Patrocinamos con likes este nuevo feminismo de alcoba por miedo a mancharnos con la sangre del patriarcado. Firmamos innumerables manifiestos antes de acoger en nuestra propia casa a las amigas que sufren violencia machista. Solo las más locas se atreven a apostar por los cuidados y tirarlo todo por la borda. Insensatas. ¿No ven que ya tenemos a un par de tertulianas haciéndose fotos en los platós de televisión?

Hace un par de años, la activista Alicia Murillo sacaba a relucir el término de «femifan» y cientos de mujeres ofendidas se le lanzaron encima.» Cómo se te ocurre. Con lo que yo te admiraba. Traidora». Y así, en lugar de volcar la rabia contra el sistema, lo hacen en compañeras por sentirse defraudadas. Por sentir que no han sabido «defenderlas» correctamente.

Puede que sea mi radicalidad anarquista, pero tanta obsesión con sentirse representadas  se me va de madre. Esa necesidad imperiosa de delegar en otras lo que queremos hacer pero no nos atrevemos. Esa pereza de sillón que nos lleva a encerrarnos en nuestros murales de Facebook y a escondernos de la ola de fascismo que nos rodea.

Todas ( o quizá solo las más desbocadas) hemos recurrido a Segundo Sexo en nuestros peores días, buscando hallar la solución a nuestros problemas a través de salmos feministas. Muchas hemos compartido vehementemente los trabajos de Irantzu o los textos de Preciado, como buscando ese guiño sororístico para sentirnos mejor en nuestra burbuja.

Y está bien. Tal y como reconocía la propia Alicia Murillo, el problema no es aprehender de compañeras o admirarlas. Sino en delegar, en no hacerse cargo de nuestra responsabilidad política por miedo a sanciones o por simple amodorramiento de pequeño burgués. En dejar que otras nos limpien los trapos sucios mientras tomamos té y jugamos al bridge.  En ir de Feministas de pro mientras dejamos que otras limpien por nosotras a precio de saldo, en desprestigiar los cuidados por encima de las oficinas.

Admirar es normal. Querer ser mejor y compararse con terceros para lograrlo es lógico y comprensible. El error viene cuando, en ese proceso, elevamos a la otra persona. Y es que igual de tóxico son los mitos patriarcales que los mitos «feministas». El error no es apreciar o compartir, el error es venerar.

Porque es esa misma veneración la que nos reduce a femmes fatales o dulces vírgenes, la que nos conduce a amar mucho y mal. A no responsabilizarnos de los cuidados, a no querernos más que como prolongaciones de deseos ajenos. La que nos mata a golpe de cámara. Que hay que quererse bien, señoras.

Quizá la clave sea conducir ese respeto a lo más íntimo, acercándonos a nuestras raíces y buscando respuestas en la genealogía familiar o social. Escuchar a las silenciadas: madres, cuidadoras, médicas a la sombra o creadoras olvidadas. Esas que, lejos de salones y academias, levantaron revoluciones mientras sus compañeros se hacían con todo el reconocimiento. Y es que puede que el día en el que el feminismo se vuelva carne y deje el mito, dejen de sorprendernos las Doleras caídas.

 

 

 

 

 

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