Aún trastocada por los últimos acontecimientos, intento dilucidar una respuesta válida a tanto odio. Cigarros y cafés compartidos buscando un porqué, una suerte de lógica forzada entre tanto revanchismo de banderas. De La Cinta Blanca a Cabaret, rebusco obcecada entre fotogramas una razón pausible que me deje respirar. ¿Qué es lo que lleva a un pueblo a odiarse? ¿Cómo se erige la violencia en tiempos virales de cibernética conspiración?
Tras conversaciones y debates, me descubro a mí misma a las tantas de la mañana mirando la fotografía de mis abuelas, como buscando una respuesta intergeneracional que me apacigüe, que me baste. Y ahí descubro la clave: la cíclica venganza. Como ya comenté en anteriores artículos, la configuración binaria en la que se rige nuestra sociedad heteropatriarcal constituye en sí misma el germen perfecto para que surja la confrontación una y otra vez.
Por un lado, porque somos herederos de ese mito aristotélico del héroe, ese hombre salvador que se yergue contra el malvado. Los valerosos guerreros y el pérfido enemigo. Las brujas y las santas. Los infieles y los salvadores de patrias. Pongan banderas al gusto y tienen la mezcla perfecta, al punto de ebullición. El pueblo oprimido contra la nación que lo subyuga, el varón blanco contra las malvadas brujas que quieren arrebatarle a sus dóciles doncellas, convertirlas en nereidas y ponerle a fregar. Reconquistas mitificadas de quienes ven en el nuevo orden violetizado una imposición de cuidados.
Por otro lado, todo relato heteropatriarcal que se precie necesita de acción, de violencia. Necesita sangre y sudor que les demuestre lo mucho que valen. Testosterona de partido que lo da todo en el gimnasio, compitiendo por encima del juego. Venciendo, superando pero no superándose. Y ahí es que la conquista de tierras conlleva dulces hembras a las que domesticar y hombres a los que tomar como vasallos ideológicos. Y cuando esa reconquista no es (aún) viable, los fieros soldados del régimen se desfogan en fiestas populares con esa incauta que se ha atrevido a emborracharse en pleno San Fermín.
Vox es manada. Abascales hay muchos: los hay que miran de lejos, envidiando hazañas de otros mientras se contentan con misoginia pasiva, de la que no se nota. Los hay que atacan con clase y garbo, adormeciendo a compañeras y sometiéndolas con galantería. Y los hay más bastos, burdos. Sin medias barreras. Jugando a ser el tío Ethan de nueva alcurnia, aludiendo a viejas glorias y exigiendo unos privilegios que ya tienen, mas temen les sean arrebatados. Desde su sofá, juegan a indios y vaqueros como si fuesen niños. Solo que esta vez hay vidas en juego: CIES que legitiman la esclavitud, feminicidios escondidos tras el amor romántico, pueblos explotados que no tienen una bandera lo suficientemente patriota para que se les escuche.
Mientras toda esta distopia sucede, otras siguen con sus tareas diarias: cuidar, dialogar y trabajar sin pausa. Intentando limpiar el desastre que ellos van dejando en cada esquina, recogiendo los pedazos de esta democracia de postín que nos han colado. Cansadas de tanto discurso vacuo, muchas y muchos nos preguntamos cómo seguir, hasta qué punto habrá que soportar este juego de niños que está costando tantas vidas y sufrimiento. Con cuidado, no vaya a ser que se pongan imbéciles por encima de sus posibilidades y acaben cargándoselo todo.
Por si no fuera poco, este héroe frustrado tiene otra cara. Se dice feminista y de izquierdas. Que cuida y (nos) protege, o al menos eso cuenta. Y, movido por esa ya consabida sed de venganza patriarcal, alude a la misma violencia que su compañero. Se agarra del discurso fácil y pulsional para levantar corazones soterrados. Un discurso que habla de ecología, de progresismo y al que le ha dado por teñirse de violeta. Un violeta violento que no escucha más que a su ego. Un violeta usurpado de las mujeres que nos precedieron.
Sí, es cierto. Fue necesaria la acción directa para lograr nuestros derechos. Pero la acción llevada a cabo por las mujeres tenía por foco el sistema: frente al garrote, las sufragistas atacaban los medios de producción (las fábricas) los medios de comunicación (los buzones de correos) y la propiedad privada. En el feminismo, la violencia se despatriarcaliza. La resistencia silenciosa pero efectiva nos muestra otra forma de luchar, quizá incluso más efectiva.
De los claveles lusos a la resistencia de los cuidados, otra forma de revolución es posible. Sin más sangre. Sin más dolor. Sin más muertes. Con más diálogo. Dicen algunos que nos volvemos débiles. Débiles, dicen. Débil no ha de ser quien da a luz, quien logra encontrar su identidad sexual por encima de arquetipos y estereotipos impuestos. Débil, quien cruza la frontera por un futuro mejor para sus hijos. Débil quien resiste y rechaza el juego fácil del fuego rápido.
Enfrentarse una vez más con la más fiera dialéctica no traería nada bueno. Buscar el entendimiento, por duro que sea, quizá pueda aportarnos, como mínimo, algo nuevo. Probar a escuchar, a ir más allá del gatillo fácil. Quizá esa sea una buena propuesta de gobierno. Superando egos y acercando posturas. Quemando, sí, pero solo banderas y privilegios. Que el único orgullo que prevalezca sea el del arcoíris.
Lo cierto es que esto que proponemos algunas es bastante más complejo que lanzarse a una guerra de improperios contra el adversario. Seducir con la libertad no es tan sencillo como abasallar con el odio, es cierto. Pero quizá sea más efectivo, quién sabe.