Dicen que las raíces que una lleva a las espaldas lo dicen todo, o al menos una buena parte. Mis raíces son «enxebres», que allá por el nordeste de la península quiere decir algo así como «rural, de la tierra». Hace más de un siglo, mis bisabuelas no eran más que paisanas, dirían ahora. Mujeres honestas que trabajaban con el mismo cariño el campo y los cuidados. Que hilaban y daban a luz por encima de sus posibilidades. Mis padres, sin embargo, se criaron en la ciudad, con buenas carreras y próspero futuro. Y su nieta, cien años más tarde, busca arar el suyo propio en un mundo donde sólo prima lo cuántico y lo pragmático.
En esta curiosa fórmula, me pregunto en esta noche primaveral qué ha podido pasar. En qué momento se perdió el eslabón que nos conectaba con lo más profundo. Yo, que desde muy pequeña veía en la ciudad la promesa de libertad que me faltaba en el pueblo, aterricé en Madrid hace como once años, en busca de un sueño perdido que nunca llegó. Llegué ilusionada a una carrera en la que desde el primer día se me instó a ser eficiente y romper toda solidaridad con el compañero en pro de mi futuro profesional. Si quieres llegar a algo, tendrá que ser a costa de los demás, se intuía en aquellas aulas.
Busqué vías alternativas para esa desazón académica, escabulléndome en los cines y salas de teatro más recónditos de esta ciudad. Me afiancé amistades no tanto por cariño, lo reconozco, sino por la necesidad de un abrazo cálido. Con la misma, besé y me lancé hacia quien no me veía más que en sus más húmedas proyecciones. Y poco a poco, me hice con el traje urbano que hoy me viste: amplio abanico cultural, estética des-cuidada y un fuerte «ejj-que» que todavía se cuela en más de una cena familiar, ante la impertérrita mirada de mi padre.
Y entonces llegó. Aquel 15 de mayo, tú y yo nos fuimos a Sol, a juntarnos con las multitudes. Aquello parecía resurgir del auténtico significado de plaza pública, el Ágora griega en tiendas de Decathlon. Y nos ilusionamos. Y creamos proyectos y vías colectivas. Aprendí a militar mientras jugueteaba en las mesas de mezcla de las radios locales y tonteaba con aquello de la gestión cultural. Soñábamos despiertos con echarlos y volver a tener un país para nosotros. ¿Un país? ¿ Para nosotros?.
Y es que aquí entraban dos de las grandes cuestiones que han desencadenado en los resultados electorales que sentimos ácidamente en esta madrugada. Nación y colectivo. Identidad. Yo, que había huido del pueblo hastiada de las banderas azulblancas con su estrella roja, que evitaba el tan consabido «Galiza ceibe» («Galicia libre») , me veía sumergida entre esteladas y no entendía nada. La bandera por encima de la lengua, otra vez. El mismo discurso se repetía en boca de mis camaradas y yo no sabía cómo explicarle mi hastío sin quedar como la rancia de turno.
En cuanto a ese «nosotros», en las plazas de aquel mayo madrileño se intuía lo que acabó siendo vox populi: el feminismo era la única respuesta posible a la barbarie. Por aquellos tiempos, la lucha violeta no contaba con muchos adeptos. Algunos se atrevían incluso a quitarnos las pancartas. Otros se sumaban tímidamente recordando que «lo importante es que el feminismo no invisibilice la lucha obrera». Y así.
Entonces llegó ella. La abuela de los Millenial. Amable pero astuta, veíamos en tu rostro, Manuela, la mirada libre de quién había enfrentado al fascismo en su despacho laboralista. El compadreo que no nos atrevíamos a ver en nuestras propias raíces. Ay, tú tan culta e ilustrada, no como nuestras abuelas, analfabetas y de campo. Tú, con tu bici y ellas con su canasto del mercado. ¿Cómo no preferirte a ti?. Y así lo hicimos. Aquella fue noche de proyecciones en los muros y de alegría. De sentirnos incluidos. De triunfo.
Pero poco duraría la lucha. Para servirte, muchas dejaron las vivas asambleas de los barrios y se fueron contigo y otros a la alta política. A la de verdad, la que cuenta. Y dejamos lo pequeño. Apostamos todo a caballo ganador, o eso creíamos. Y entonces, la abuela progre resultó no ser tan amable como creíamos, y le vimos las orejas al lobo. Quién iba a decirnos aquel primer Orgullo inclusivo nos llevaría hasta la mercantilización de nuestra lucha. De cómo, otra vez, lo masculino en singular arrebataba la identidad a les no binaries y a les disruptives.
Fue hace dos años cuando todo empezó a verse con más fuerza. En el Orgullo crítico de aquel año (el que no desfila, sino que se manifiesta) algunas coreábamos ya aquello de «Ay, Manuela, Manuela, que el orgullo es más que una bandera». Pero tú seguías pintándolo todo de violeta, obviando nuestra voz. Y de repente, descubríamos en ti a esa señora de ciudad que antepone sus consejos por encima de la escucha. La abuela se hizo dama y se perdió la batalla. Y entonces, comenzamos a oírte decir que bueno, que los desahauciados algo de responsabilidad tendrían, haber pagado la hipoteca. Y nuestra fe murió todavía un poco más cuando te oímos decir aquello de «La Ingobernable es ilegal, están okupando un espacio que no les pertenece». Curioso que digas eso de un espacio que ha hecho tanto por la lucha social y el activismo. Un activismo, Manuela, sin el cual tú no habrías sido jamás elegida.
¿Sabes, Manuela? Quizá la culpa fue nuestra, a pesar de todo. Por haber idealizado tu figura y la de la urbe por encima de las raíces que nos anclaban al pasado, a nuestra tierra. Por haber olvidado de dónde veníamos. Hoy la fascinación que sentíamos hacia tu persona muda en desconcierto ante la llegada del fascismo. Hoy, retomo una lengua milenaria a través de los cuidados. Sin vergüenza de la mística, aunque de vez en cuando algún improperio blasfemo se me escape. Hoy deshago a trazos este traje de señora de ciudáh, que con tanto apremio me he trabajado. Y retomo otros modos, más burdos quizá, pero más auténticos.
Hace unos días que decidí cambiarte por otra, Manuela. Otra que nos es abogada, ni tan preparada ni tan salá. Otra que nunca ha salido de su tierra. Otra con la que hace unos años ni siquiera me atrevía a cruzar algo más que el justo apego familiar. Y esa otra ahora despierta, en parte por la lucha de las mujeres feministas, pero también ( o al menos eso quiero creer) por la llamada de aquellas que la hicieron mujer. Hoy esa y otras abuelas, no tan majas , no tan molonas, nos tienden la mano en este nuevo camino que se nos abre.
Hace ya varios años, esa «otra» y yo compartíamos una de las comidas más prolíficas que he podido tener. Y en frente de unas «xudías con patacas da terra» me confesaba su envidia sana por lo libre y preparada que me veía. Ay, ojalá yo hubiese tenido esas oportunidades. Pero me fui pronto con el abuelo, ya sabes, eran otros tiempos. Y entonces, mi cabeza voló hacia aquel recuerdo del año 2005. Mi abuela y yo hojeábamos un tebeo de Mafalda cuando mi abuelo irrumpió en la sala y le dijo a ella «pero qué haces, si tú de eso no entiendes». No entiendes. No sabes. No aceptas que el maltrato pueda estar, de alguna u otra forma, en tu propia familia. Y sólo cuando lo aceptas puedes volver a resurgir de tu propia sangre, y abrazar a tu abuela con la fuerza violeta con la que tomas las manos de tus compañeras en la batalla.
Y entonces la urbe se te hace pequeña y necesitas el mar a gritos. Y retomas viejas recetas de revolución que se le escapan al IBEX 35. Y miras con cierta tristeza a esos modernos que se tiñen de mil colores para rechazar que son tan de pueblo como tú. Quizá nos hemos pasado de modernos, compañeros. Quizá retomar lo pequeño sea la clave para volver a resurgir con fuerza en otros escenarios menos asfaltados. Quizá el Congreso no sea la meta, sino la tierra que nos vio nacer. De los olivos a las vides, retomemos el trazo de aquellos que con tanto trabajo nos hicieron. Volver a Gea y comunicarnos con ella desde la horizontalidad, pidiendo perdón por el olvido. Puede que esa sea la única solución que nos queda ante el odio que nos acecha.
Salud, compañeros. Aremos un nuevo futuro.