No es tiempo para Highsmith.

Rebusco entre las páginas de los periódicos algún trazo en violeta que supere lo prudente. No existe. O al menos, no nos lo muestran. Somos lacra que desaparece misteriosamente, madres que cuidan y compañeras que aguantan. Somos pasivo en la boca de poetas desfasados que nos siguen deseando desde lo etéreo.

Es curioso cómo borran nuestro trazo. Entre las voces destacadas de la última Feria del Libro, rostros complacientes se me aparecen en una perfecta concatenación domesticada. Sonrisa leve, cuellos blancos y una mirada sagaz que cuida su fuego para no amenazar lo privilegios del que, una vez más, acabará acaparando la lista de los más vendidos.

Hemos de vendernos. Y para eso, las más valiosas esconden su pluma para no ofender al privilegiado. De Emily Dickinson a Luna de Miguel, el modelo está claro: trabájate los cuidados desde la feminidad acompasada que no resquebraje los débiles límites de la máscara. Labios carmín y maquillaje neutro que no difiere en gran medida de las maniquíes que pueblan las revistas y dan las noticias. Sostén el micrófono y sonríe, bonita, que bastante es ya que puedas hablar.

Pienso en Luna de Miguel, hablando entusiasmada una y otra vez de su maternidad. Pienso en es otra Luna que mostraba su menstruo y que era perseguida por saltarse la línea. La peligrosa franja entre la delicadeza permisiva y lo abrupto que afrenta lo binario. Lo pastel como nuestro mausoleo perfecto si queremos voz. Quédate con eso, pues no hay más.

Reconozco que hace varios años que apenas leo literatura contemporánea. Me gusta la seguridad de revisar los clásicos, esa tranquilidad de navegar entre El Opoponax de Wittig a la Bastarda de Leduc. Saberse dueña de unas líneas casi memorizadas me tranquiliza el paladar, me satisface sin sorpresas abusivas. Pero cada vez que intento navegar en nuevos relatos, la dulcificación de nuestra voz me agota.

Esto no es un alegato en contra de aquellas que logran ser oídas a través de la máscara. Y bien que hacen. Envidio su capacidad nómada para adoptar el pulso del patriarcado y desafiarlo pudorosamente. E imagino, igualmente, su frustración al no poder trascender el límite de lo correcto. Apenas unas gotas de sangre para cabrear a las bestias…es tan fácil…

Pienso también en aquellas que rompen lo binario y vienen a nosotras desde la disidencia del género. Y ahí, he de reconocerlo, me siento más cómoda. Su desmesura y su cansancio ante una sociedad que ya les ha hecho demasiado daño se traducen en una honestidad abrumadora. Cuando un cuerpo se cansa de ser, simplemente no hay cortapisas que lo paren, creo. Ojalá pudiéramos aprender de vosotras. De vosotres.

Esto no es una queja desdibujada de quién quiere y no puede ser una más. Es simplemente un canto honesto de quién desearía leer a esas voces más allá de la máscara impuesta. Leía hace tiempo un artículo en el que se reconocía que las mujeres publicaban la mitad de los hombres. Y de esa mitad, un gran porcentaje lo hace renunciando a su voz. Como la Sirenita, entregamos una voz que es domesticada y alfabetizada según los usos y costumbres de esta sociedad que nos quiere quebradas y silenciadas.

Hace poco, una actriz lamentaba en Twitter el «ostracismo» al que era sometida por las «feministas» como Irantzu Varela. Varela es la cara, una de las caras, de esa disidencia que molesta. Aún así, logra ser oída. Pero pienso por un segundo en todas aquellas que escriben, crean, esculpen y aran obras que pasan desapercibidas. Esculpir una imagen que nos haga justicia pasa, en ocasiones, por escupir encima de la opresión de las menos privilegiadas. Y así, Carmen y Lola logra hacerse con el prestigio a costa de la opresión de la mujeres gitanas. No hables, que eres demasiado salvaje, ya lo hago yo. Y así, Echevarría se suma al carro de los que crean en singular a costa del dolor ajeno.

Para salir en primera plana, una ha de renunciar a sí misma y adoptar la máscara. No hay otra. Fíjense si molesta lo auténtico que hasta la Beyoncé Ibérica, Rosalía, renuncia a su estética pop en pro de la mujer ángel de turno en la portada de la última revista de moda. Lo mismo acontece con Ana Belén, que se dice disidente del comunismo engalanada de arbusto figurativo.

No es tiempo para Highsmiths, sospecho. Quizá nunca lo ha sido, pero al menos nos la apañábamos mejor para saltar el límite. ¿Saben? No me hagan caso. Puede que no sea más que el fetichismo por lo vintage que ya fue. La seguridad del hito muerto. Es más que posible que nunca hayamos dejado de ser el halo inventado por otros que sí han logrado ser escuchados.

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