No pretende el titular de este artículo, crónica o reflexión arbitraria de medianoche ilustrar a nadie, ni siquiera aprovechar los últimos segundos de campaña para llamar al voto violeta. No se trata de ningún guiño o apuesta ante el temor que lo mediático nos lanza.
Sé de lo controvertido que puede resultar llamar a la calma en un espacio que lleva la acción del disparo en sus entrañas. Algunos dirán que es el privilegio el que me permite estar tranquila, sabiéndome protegida en mi clase y en esta suerte de máscara mística que me he tejido. Otros me dirán demagógica ante mi falta de gallardía.
Quién nos diría que volveríamos a ese primaveral mes de abril en pleno noviembre. Gracias al orgullo de aquellos que priorizan el sillón por encima del diálogo, pasado volverá a ser otra vez 28 de abril. Los pronósticos presentan escenarios tan distópicos como la hecatombe democrática o la repetición sempiterna de los comicios. Volver al 36 o entrar en bucle electoral. Ese es el panorama. O, al menos, lo que nos cuentan.
La extrema derecha es fiera. Sí. No le bastamos las histéricas, que han de ir a por los más débiles: los niños migrantes. Esa suerte de pequeña infancia robada a la que Barrie salvaba en ese utópico Neverland se convierte a ojos de aquellos en el mismísimo Garfio.
Un mundo al revés donde los medios desinforman y los políticos delegan en nuestras manos su incapacidad de llegar a un acuerdo.
Gane quién gane, el odio no se va a ir. Lo hemos invitado a quedarse entre todos. Los periodistas lo han blanqueado, invitándolo a sentarse a debatir. Los modernos lo han azuzado, con su despotismo hacia lo rural. Las feministas blancas y payas lo hemos consolidado, con nuestro racismo interiorizado y perfectamente integrado hacia gitanas y migrantes.
Todos, todas (me arriesgaría a decir todes, incluso) somos responsables de la violencia. Porque nos hemos apoyado en nuestro privilegio antes de ofrecer la mano amiga. Porque hemos rechazado a quiénes nos suponían un reto, burlando la mística y desprestigiando al pueblo.
El daño ya está hecho. Votes a quién votes, nuestras hermanas trans, trabajadoras sexuales, refugiadas y oprimidas seguirán recogiendo en sus carnes la violencia invisible. Seguiremos diciendo «ni una menos» mientras olvidamos el nombre de Paloma Barreto, mujer trans, racializada, trabajadora sexual y migrante. Seguiremos hablando en el nombre de las oprimidas y callando su voz. Sumando opresiones entre vítores. Creyéndonos alguien.
Hay algo extrañamente litúrgico en esto de la democracia. Depositar el voto es como tomar la hostia: asumimos el veredicto desde lo pasivo y comulgamos por encima de nuestras posibilidades.
Votar es como donar. O reciclar. O dar limosna. Pequeños actos que limpian la conciencia proletaria sin el riesgo a mancharse las manos. Depositas tu voto con la misma cautela parsimoniosa con la que verificas que el plástico vaya al contenedor amarillo. Y respiras aliviado, mientras te dispones a abrir ese capricho de polietileno que apenas te ha costado 3 pavos y que durará menos en la repisa del baño que esta campaña electoral. Pero, ¡ey! que tú reciclas. Conciencia de punto limpio que ignora para sobrevivir.
Quizá ganen «ellos». Puede que en menos de una semana el 155 se imponga a golpe de titular, mientras nuestros cuerpos diversos se vean desnudos ante la violencia patriarcal. Puede que sigamos siendo asesinadas y que el temor nocturno no abandone nunca a los que infringen el código binario.
Puede que no esté todo perdido. Escúchate y revísate, que quizá tienes algo de caspa en tu capa de libertario. Tiende tu mano y apuesta por el diálogo.
En mi caso, he dejado de consumir en la frutera mayorista y he apostado por mis vecinos, cuyo origen migrante les pone en cuarentena frente a la intolerancia. Ese fue mi pequeño y último gesto de señora burguesa. Consumir local y sin bolsa de plástico. Sonreír y devenir la nueva Amélie castiza. Creerse salvada. ¿Acaso es eso?.
Puede que nunca logre arrancarme el privilegio, perfectamente adaptado a cada cavidad que me habita. Un viejo amante me solía decir, no empero, «pequeña burguesa». Su posición altiva tampoco lo liberaba a él, pero en lo que a mí respecta tengo que reconocer que tenía razón.
Tenía razón. Soy una jodida burguesa que se enfunde de histeria para ocultar su posición de payita blanca que da el pego. Así que, para sentirme mejor, cuido. Cuido a unos niveles obsesivos: cuido de mi cuerpo, evitando todo tipo de grasas saturadas. Cuido de mi casa, limpiando cada pelusilla que se cuela al amanecer. Cuido de mi mente, con terapia mensual de niña pija que se lo puede permitir. Cuido de mis amigas y amigos, compaginando las lagunas emocionales que me provoca el Doctorado con mensajes abruptos de Whatsapp. Cuido hasta el punto de arriesgar mi cuerpo para que aquellas retomen el diálogo.
Al igual que Paquito el dictador, voy dejando todo atado y bien atado. Limpio estanterías y elimino todo resquicio de odio. Me aseguro de que esos nuevos vínculos estén bien asegurados y me voy. Con cautela y sin prisa. Esperando la respuesta de quién apenas sabe quién soy. Exigiendo al mundo la recompensa de cada uno de mis actos.
A veces me sorprendo a mí misma con mi falsa modestia. Y me doy cuenta de lo incoherente que es postularse como anarquista pero no pisar una asamblea desde el 2018. Poniendo mi neurodivergencia como excusa, eludo lo político y me escudo en sesudos artículos que evitan toda confrontación directa. La salvación última del progre.
Quizá en esta honesta revelación de madrugada esté la respuesta. En saberme mundana y errante. Pero humana.
Ganen o pierdan, unos u otros, el tablero no cambiará apenas. Al menos, a mejor. Así que más nos vale reconocernos en nuestra debilidad, creando a partir de ahí un nuevo relato más honesto.