Mi vida es mía.

Si una noche ha servido para rememorar la esencia del cine, más allá de banderas y esencias nacionalistas, fue la de este sábado. Y no precisamente por sus galardones o por sus vestidos de infarto que los precarios artistas devolvieron una vez finalizado el evento. Esta noche fue clave por su silencio. Un silencio violeta donde ellos ocupaban el 74% por ciento de las nominaciones creativas. Un velo de lo correcto donde el opresor sonríe y homenajea a su víctima.

Quién no cita, no hiere, pensarán algunos. Y por eso, el gran premio de reconocimiento no fue para Pepa Flores, sino para Marisol. La niña dulce que no enturbia. La corrección que satisface al violador y legitima el cuerpo tomado.

Los Académicos son expertos en ello. Ya lo hicieron el año pasado: todo para las gitanas pero sin las gitanas. Y así, Rosalía se hace con el cante hondo desde su payitud y Echevarría se lanza como icono feminista. Planos generales que congelan el estereotipo gitano para servirlo a los ojos de Occidente. Fijaos qué buenos somos, que os quitamos el pañuelo. Os damos mención en diferido. Os ofrecemos el éxito a expensas de lo identitario.

Tras el estallido del Me Too y de nuestro «#cuéntalo», el relato ocultado de Pepa Flores salía a la luz, desvelando el acoso y el abuso sexual que sufrió durante su infancia. De cómo el Régimen la usó como a otras tantas para conformar el ideal inmaculado de la feminidad más casta y noble. Los ojos azules con reminiscencias virginales, perfectos para encubrir el crimen.

En 1973, este silencio cómplice comienza desaparecer en esa pieza periodística de Informe Semanal. El entrevistador, de corte clásico y gañán, alaba la belleza de una Marisol epicúrea y etérea. Frente a su actitud condescendiente, Pepa se levanta airosa y fuma. Fuma con una clase esquiva de quien quiere pasar ya al olvido. Y le espeta que ella es, ante todo, mujer. Supera lo níveo y se reafirma en un contundente y claro «soy así desde que soy mujer».

Pepa Flores es mujer. Es superviviente. Y prioriza la necesidad absoluta del autocuidado en un sociedad que le impone el recuerdo ignífugo de lo que nunca fue. Se aleja de los focos y busca su camino. Su habitación propia. Su espacio ajeno.

Mi cuerpo tocado no puede dejar de simpatizar con ella. Su gesto, su resistencia. Su don para imponerse ante quienes la quieren musa.

Dicen aquellos que fue una gran lástima que nunca haya llegado a trabajar con Godard, como si lo hizo en su momento Briggite Bardot. Y yo me imagino a Pepa en el rodaje de La chinoise, desafiando a Jean-Luc con la mirada y demostrándole que es más que él. Que se acaba el cigarro con más maestría y maneja los preceptos marxistas con una clarividencia que el supuesto genio jamás tuvo. Se acerca sibilina a Anne Wiazemsky y la besa. Y lo hace mejor que el viejo, de eso no dudo ni un segundo. Recorre su cuerpo y redescubre su deseo en el cuerpo de sus hermanas.

Un deseo puro. Libre del otro. De los otros. Y Jean-Luc y sus camaradas permanecen cabizbajos ante la subjetividad indomable de esa España que sí supo imponerse al fascismo. A paso corto y gesto dulce. Pero sin perder el ritmo.

Pese a lo agrio de la velada, reconozco hermoso el gesto de Amaia al cantar por Pepa. Amaia es joven, inexperta, según muchos. Pero también posee el suficiente coraje para vestir, decir y sentir desde la más absoluta honestidad. Rebelándose a su manera y sin perder el halo naïf que la caracteriza.

Pepa Flores hizo lo que tantas mujeres del franquismo: buscar el modo de una resistencia tránsfuga. Difícil e incomprendida, pero firme. Huir para vivir. Para existir fuera de la máscara.

Como decía la directora de Suc de síndria, Irene Moray, las mujeres violadas tienen, tenemos, el derecho y el deber de disfrutar de nuestros cuerpos e identidades. De corrernos. De ser libres. Y nadie más digna de esta mención que Pepa Flores, quien ha logrado construir su refugio de los cuidados en un mundo cada vez más interconectado y mediático.

Quizá lo único agridulce de esta historia es la necesidad explícita de una huida. La ausencia de Pepa legitima el discurso buenista del perdón de sus agresores. Se aleja de lo épico para permanecer en el abrazo cotidiano.

Rechazando la venganza activa de una vuelta agreste, Pepa renuncia a lo épico para abrazar lo mundano. Prioriza el afecto por encima del orgullo. Se aleja con garbo de aquello que los buenos machos denominan honor. Desde lo pequeño, el ejemplo de Pepa responde al grito callado de tantas compañeras que persisten en su madriguera de los afectos.

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