Las palabras con las que se encabeza este artículo llevarán a muchos lectores al supuesto epitafio de Marx. El bueno, digo. Ya saben, el que dice más de nuestra clase política que el colega de Engels. Pero en mi caso, «Perdonen que no me levante» suena a las mañanas del 97. O quizá del 98. De aquellos años en los que leía con mi madre cada una de las columnas de Maruja Torres. De su mano aprendí aquello de las grandes oligarquías, la belleza epicúrea de la vieja Babilonia, la delicadeza de Wilder. Lo efímero del verso que persiste al golpe seco.
Y sin yo quererlo, la prosa de Torres ha sido definitiva. No solo por la influencia de Montalbán en mi devenir periodístico (ay, aún hay tardes en las que maldigo sus textos), sino también por el toque semántico que dejó en mí. Maruja. Nombre que en mi pisque se vincula a la mística de las que ya no están, a los cuidados de las silenciadas y a la pluma esquiva de una tercera. Nombre con el que mi madre, con la inestimable ayuda de otras como Gloria Fuertes, se las apañó para meterme en esto del feminismo.
Dice ella que lo único que ha hecho ha sido «pensar en alto». Que no fue intencionado. Una falta no buscada que me condujo al reducto de los salvajes. Mientras unos aprendían las pautas del catecismo, yo permanecía en ese redil insurrecto del «pijo progre»: mañanas de domingo con la Torres y mi madre.
El caso es que, cuando un buen día leí en redes sus críticas despóticas hacia ciertos colectivos y a alguna que otra editorial antisistema, sentí que algo se resquebrajaba. No puede ser. Maruja no. Ella no es como Lidia, qué va. Tiene que haber un error.
Y entonces descubres que, tú, atea de postín, has caído en la veneración como la que más. Y te das cuenta de que, pese a los desacuerdos y alguna que otra (a tu parecer) metedura de pata, Maruja seguirá siendo Maruja.
Así que, desafiando al homenaje, tomo con el merecido respeto el título de su columna dominical para afirmar que, muy a mi pesar, yo también he pecado. Que por mucho que reconozca la necesidad de priorizar los cuidados y de reducir el consumo, no puedo dejar de ser esa señora bien engalanada de privilegio. Que voy de antisistema, cuando en realidad no soy más que una dama socialista venida a menos. Ay, ojalá mujeres como Alborch o Antonelli entre las filas de cierto partido violeta.
Y con la gracia de Marx, pasada por mi veneración no superada hacia la pluma de otros, reconozco que no soy perfecta. Pero con la misma vehemencia me reafirmo en mi derecho a la disidencia. Una disidencia sostenible, eso sí.
Sin acritud, queridos, pero me he cansado del desprecio ajeno. De darme en exceso a quienes no dejaban de juzgarme. De pedir perdón por pisar fuera del molde. De la culpa. Del no ser o del no llegar. De esta «sed mortal», que diría Vegas.
Ay, Nacho. que tú y yo nos parecemos más de la cuenta. Ese sentirse atraído por el contrario de cancha. Ese paseo por el barrio de Salamanca que te excita más que tu querido Lavapiés. Esa alergia al pantalón vaquero flojo, al poliester de baja alcurnia. Que nos gusta un buen cuero, Nacho. Una cosita bien hecha. Ese tweed de importación, joder. Y si me apuras, el olor del Bellota recién cortado. Ay, quién catase un Malta.
Si a día de hoy quedan aún veganas en mis redes, temo que con este artículo pocas serán las atrevidas que no me desecharán de su impecable lista. Siendo honesta, poco me importa. Si algo he aprendido de la vida, es que, si un traje no le cae bien a una, mejor olvidarse de él. Por muy bueno que sea, oiga. Por muy lana virgen o por muy delicada que haya sido su elaboración. Si no sienta bien, mejor es asumirlo, antes que hacer el ridículo y terminar por devenir Rivera.
Sin orgullo pero sin perdón, asumo el posible fallo y les invito a quienes no se sientan cómodos a salir. De este espacio, de mi vida, del armario, de la norma. Elijan ustedes el destape que mejor les convenga.
Tengan un buen día.