El lienzo tomado.

El pasado 10 de febrero se celebró la 92º edición de los Oscars. Una edición más sin mujeres en la categoría de «mejor director». Se podría decir que, en este caso, la imposición de aquello que ciertos académicos denominan «el masculino inclusivo» nos volvía a dejar atrás. Una edición donde la locura se presenta en masculino singular de la mano de Todd Philips en El Joker y que sigue con la gesta épica del relato clásico del héroe en filmes como Érase una vez en Hollywood. Donde la única inclusión en femenino es la de Greta Gerwig, quien conseguía la nominación a mejor película por su revisión del clásico Mujercitas, tras su éxito en 2018 con Lady Bird.

Más allá del juego de pasteles y nebulosa folletinesca que nos ofrece Mujercitas, hay algo tan real  como vigente en ese gesto iniciático de la joven Jo, quien intenta en la primera escena publicar su obra. Bajo la mirada masculina del jefe de edición, Jo sostiene temblorosa la copia de su manuscrito. Tras entregárselo, aguanta evitativa ese gesto final que le recuerda que su valía, por hermosa que pueda resultar, no es suficiente.

Ante la letanía de repetir una vez más la abrumadora presencia de lo masculino en el discurso cultural, el gesto diegético de Jo nos devuelve a una cotidianidad que duele por su pleno vigor en el siglo XXI: la voz silenciada de todas aquellas que quieren hacerse un hueco en cualquiera de las artes, desde el cine hasta las plásticas.

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