Chochocentrismo.

Me gusta ser una dama proletaria. Ya saben, conciencia política que se aproxima al anarcocristianismo con toques del dulce troskismo que me besó en los labios en aquel 2013, convirtiéndome de por vida en una bibollera indomable. Y me manifiesto. Y rompo. Y grito. Todo bien. Hasta que un día te despiertas sudorosa. Aún dormida, el recuerdo del sueño pasado te asola como una mala pesadilla y tan solo puedes distinguir a Carmen Calvo, la Plaza de las Ventas y tus bragas húmedas. Sí, señor. Orgía socialista de postín especista de primera.

Quién me conoce levemente sabe que ese sueño no es un caso aislado. Mi placer prohibido se sitúa a la derecha. El lujo consumado. La estética desmesurada. Los damos desclasados de traje y las señoras que huelen a agua de rosas. La incongruencia como bandera.

Qué le voy a hacer si la estética podemita me aburre. Me agota. El jersey de pelusillas, el chándal noventero, el complejo jipiesco mal llevado. El olor a porro a las nueve de la mañana. El complejo budista de la que no ha salido de su chalet en Fuencarral en su vida. No puedo.

Afortunadamente una aprende a redimirse y va dejando que Butler, Preciado, Davis y un par de compañeras más le abran los ojos. Pero cuesta. El posporno me parece insuficiente y sigo sin entender qué motivo hay para raparse la mitad de la cabeza. Complejo de Mohicano mal llevado.

Y no hablemos de las «violaciones de corderos». Vacas con mayores prótesis mamarias que la Borrocal enarbolando una feminidad humana. Cuerpos exhibidos como ganado por veganos como denuncia. Destierro del abrigo de piel en favor del polietileno mal llevado de Primark. Etc.

No os entiendo. De verdad, caris, os estáis pasando un poquito. Afirmo, mientras me coloco por enésima vez mi abrigo a modo de capa. Vuestros piercings pezoneros y yo estamos más alejados que Trump y Greta. Duelo irreconciliable. Qué se le va a hacer.

Soy una señora despótica acomplejada. Sí, no lo niego. Pero al menos he mejorado algo en los últimos años. Ya no digo aquello de «la Teoría Queer es una cosa de los gays para usurpar nuestro terreno».

A ver, coño. Entenderme un poquito. Que todo Dios sabe que si de algo pecamos las bibolleras (aún más las del armario de doble fondo) es de DRAMA. La intensidad hiperbólica. Y decidme, caris, qué drama iba a haber sin un poco de rivalidad con los señoritos de Chueca. Pues una mierda. Os lo digo. Que si os quedáis con toda la purpurina, con la poca visibilidad y con todo el Orgullo. El Orgullo GAY.

Y claro, luego una va resentida por la vida. Se sube al quinto vermut y ya confunde al tronista de turno con RuPaul y la liamos. Mucho. Recordemos que somos drama puro y que si tenemos que actuar, no nos cortamos un pelo. Que si los gays capitalizan la academia, que si os ponéis de tacones y yo ya no puedo con los juanetes, que si mucha pluma pa fuera pero luego sois los más machitos, etc. ETC. ETC.

Y se te va, a toda le ha pasao. Que no mienta. Que empieza una con la tontería de «me tienes hasta el toto con tanto histrionismo de importación barata» y termina con «en tu género decido yo». Y ahí estás, sorteando la simbiosis con la Monasterio y toda la tropa.

Hasta que un día recapitulas. Se te pasa la resaca señorial y dices: a ver, coño. Esta peña tiene los mismos problemas que yo. Estamos todas, todos, todes jodides. Y punto. Y te pones a tono con El Género en Disputa (porque tú a la Butler la respetas desde la disidencia bollera) y acabas hasta medio aguantando al Paco Vidarte eso. Ojo, «medio» he dicho. Pero la intención es lo que cuenta.

Y es que como dama dramática bibollera, yo a la Anna Prats la entiendo, joder. Claro que la entiendo. Que estás tú con tu copita, tan tranquilita en tu terraza de Chueca, y ya viene el maricón a robarte el protagonismo. Y tú, con toda tu deconstrucción beauvoiriana, le miras con el talante de la Dietrich y le dejas bien clarito tus directrices señoriales. Fijas tu espacio con un ágil movimiento del brazo izquierdo y le clavas una mirada mortal de «deja ya de nombrarte en femenino o te corto las gónadas». Y nada. Ellos siguen con su mariconeo. Y van y se apropian de tus referencias. Y a ti se te acaba la paciencia y te levantas. Y de repente, ahí estás. Erigida como la nueva Carmencita Polo. Muy disidente y lo que tu quieras, pero el complejo de «dama de las camelias» no te lo quita nadie.

Y si me apuras, a Lidia también. Porque soy hija suya en diferido. Sí. Mi señora madre era de las groupies solitarias que, allá por el 2000, acudían a las reuniones de Lidia y de su Partido Feminista. De las de «mi cuerpo es mío». Y claro, una nace con su gesto liberado y se le queda desde enana una frase grabada a sangre «ay, hija, otra que no puede estar sin un hombre al lado». La sentencia final con la que mi madre bendecía a actrices, escritoras o políticas de turno. Y así, niños y niñas, fui como me hice más independiente que todos los hijos de Torra y Puigdemont juntos.

Ahora bien. A mi madre el chándal como que nunca le ha ido. Ella siempre ha sido de conjuntos perfectamente ejecutados, de buen tweed y buen calzado. De la disidencia de tacón y paso pluma. Que es lo suyo, vaya. Que lo del «look transición» le aburre. Una señorona que no ha dejado de recorrerse Italia con sus amigas y su santo coño.

El caso es que mi madre es (era) un poco clásica. O sea, como que lo «queer» le sonaba a distopía de peli de Spielberg. En fin. Que llega el día fatal de tu vuelta de Erasmus en el que le sueltas a tu madre lo tuyo con las señoras. Las tijeras a la française que te has marcado. En pleno Bilbao. Y la empezáis a montar como buenas damas encabronadas. Que si no me entiendes. Que si es una moda. Que si hostias.

Y entonces de la bulla se pasa a la simbiosis. Y tu madre descubre que una puede estar con señoras, señores o unicornios empolvados de brilli brilli. Y tú descubres que por ponerte unos taconcitos no te quitan el carné de femilista. Que te pones unas tiritas y listo. Que menos drama y más sororidad.

Y pasa el tiempo, y te descubres regalándole entradas para ver a Elsa Ruiz y el libro de Vidas Trans. Y os ponéis a hablar de la performatividad del cuerpo en el balcón con un buen Godello de por medio. Que seremos muy revolucionarias y lo que quieras, pero somos señoras ante todo.

Que sí, Anna, Lidia. Que os entendemos. Pero que a veces una tiene que caer del burro y hacerse un poquito así en la pestaña, que se le ha quedao un poco de transfobia incrustada. Que no pasa nada con eso de deshacer el género, de verdad. Que una puede llevar tranquilamente unos Manolo Blahnik y ser la más cañera.

Para muestra, la Jane os puede mostrar el camino. Con sus 82 años, se manifiesta semanalmente en contra del cambio climático. Rompía el silencio en los 70 en el documental de «Sois belle et tais-toi!» y con la misma se marcaba unas clases de gimnasia de alucine. Que todo se puede en esta vida, con un poquito de voluntad.

Así que nada, Lidia de mi corazón. A hacer un poquito de autocrítica, que nunca está de más. Y si tal luego pides perdón a un par de compañeras por lo de llamarlas pederastas y eso. Que está feo. Y recuerda, cari. Cuantas más seamos en la lucha, más hostias le daremos al patriarcado.

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