Puede ser la monotonía de la clausura. Quizá la ausencia de contacto. El caso es que llevo unos días que he renunciado a elevarme cual Elektra, reconociéndome en lo banal. Hace unos días que soy E.T. en modo doña Rogelia. Es posible que mi decadencia estética, sumado con la falta de horas de sueño, me haya animado a lo imposible: desafiar el canon por encima de mis posibilidades.

Y es así como, un buen día, decidí que ya era hora de dejar atrás tanta mesura, de tomar con cautela a Bergman y mezclarlo con unas gotitas de anís. El resultado, una cosita coplera, elevada pero informal. Insultantemente vulgar y dolorosamente autobiográfica. Bergman visto desde mi capa de dama resiliente que me acerca por segundos a un híbrido entre Violeta Parra y el desafiante Padawan de la estepa castellana.
En estos días grises, Liv y Martirio conviven en mi portátil. Me paso la cuarentena refugiada en Wagner mientras espeto a las sirenas de la policía de las 8 que ya vale de tanto grito, que un poco de Bach, hostia ya. Que si vasito de Godello va, copita de licorca viene. Y una se resiste a terminarse bien ese obrita tan mona de la mesilla de noche.
Yo es que ya no soy persona, reconozcámoslo. A mí me quitan el mamoneo y me desorientan. Mis amantes se han quedado en la capital y lo vicario de las redes no llega ni por asomo a ese regustillo decimonónico que daban las cartas con sabor a carmín y besos de esmeralda. Y me quedo agria. Malhumorada. Como en una premenstrual semicontinua.
Y entonces recurro cual yonqui a HBO. Netflix. Filmin. Streaming en vena, coño. Y caigo otra vez en la eterna mirada de Liv y digo, ojalá habitar contigo esta cuarentena. Ay, la interpelación, que se me queda corta. La búsqueda infinita de un mínimo de realidad. La vida misma, aunque sea por un falso instante. La falsa consciencia de lo real a través de la pantalla.
Qué es la vida, decimos entre cuatro paredes y litros de jabón desinfectante. El abrazo extraído, la sonrisa olvidada. El grito oscurecido en el olvido. Eso es vida. Y ya apenas parecemos recordarla. La vida supera el género, a las etiquetas. La vida obtiene su pleno significado en su insignificante valor. Y ahí está la tragedia, la comedia. Lo oral.
Todo ha de mezclarse, embadurnarse. Hasta la saturación. En un mundo de cínicos que hablan de cine en masculino singular, la cultura se queda coja, tuerta y huérfana. Su corral de comedias, su patio de luces, sus lavanderas y su jolgorio. De todo ello la han despojado.
Pero, ay, inconscientes. No contábais con nuestra mejor arma: el cuerpo. Lo vivido, lo sentido. El sabernos dueñas de un relato silenciado. Por mucho que nos impongan el código, las damas asilvestradas seguiremos mirándoles por encima del hombro y recordándoles que venimos de vuelta.
Y vienen ustedes y pretenden explicarnos el gesto de Liv Ullman en Persona (1966) como la concupiscencia freudiana del quinto pico. La vampirización maldita y el castigo divino. Otra vez con el mismo canto binario. Pesaos. Que son ustedes unos pesaos. Que no tienen ni idea.
A ver si se lo puedo explicar. Persona es un drama coplero en tres actos de 1966. Sí. coplero. En Suecia. En 1966. Que me dirán ustedes qué cómo coño va a tener que ver uno de los filmes «canónicos» de Bergman con la copla. Pues hijos míos, todo. Que están que no cagan con el Harold Bloom y no se dan cuenta de que Liv Ullman es la Martirio de los mares del norte. Es una dama elevada.
Lo que pasa es que ustedes se pierden. Más tontos y no nacen, de verdad. Que ven ustedes un cordero degollao y ya se les hace el culo pesicola con la Santa Biblia y los apóstoles. Que son más papistas que el Papa.
Vamos a ver, santa paciencia que hay que tener. La apertura de Persona no es la concupiscencia freudiana. Es un guiño a otro gran coplista. Señoro, pero coplista: Luis Buñuel. Con el corderín ensangrentao Ingmar les está diciendo: lo que aquí les vengo a narrar bien podría haber acontecido en la costa gaditana. En los patios castellanos. En plena Alpujarra. Porque Persona es ante todo, pasión. Pasión contenida. Y díganme ustedes desde cuándo la pasión ha sido producto nacional de ningún país. Alelaos. La pasión es internacional e interplanetaria.
Persona es la historia de dos vidas. O de una. O de todas. Persona se inicia con dos personajes: Alma, enfermera; y Elisabeth, actriz. Alma es un poco esa amiga dulce y callada que está ahí, a golpe y marea. Que te aguanta las borracheras y tus audios infinitos de Whatsapp. Vamos, que es un poco la típica bibolli que llega al terreno de nuevas. Alma es maja, por definición. Maja, sí, pero no gilipollas. Una Conchita Piquer de mecha corta. Y Elisabeth es la doña. La suma sacerdotisa. Una actriz elevadísima que en plena representación de Elektra decide mandarlo todo a tomar por culo y callarse para siempre. Indignación ante lo tedioso de la existencia. Lady Intensita en toda regla. Que tire el satisfyer la primera que no se sienta identificada hasta la médula con alguna de estas dos.
Pues el caso es que la Conchita Piquer ve a Lady Intensita echa polvo en la camilla del hospital y se dice: yo a esta me la camelo. O al revés, porque lo del mutis personal de Elisabeth es un poco la estrategia bollera por excelencia. Para qué hablar si te puedo comer entera con este par de ojos que las Diosas me han dado. Pues eso, que Elisabeth tira de estrategia y se deja llevar. Total, que acaban las dos en una casa ideal alejada del mundanal patriarcado. Y ahí están, entre cafés y paseos idílicos por la playa, viviendo la fantasía que todas desearíamos.
Al principio es Alma la que tira del carro. Y como buena Conchita de mecha corta, comienza discretamente a hablar de sus cosas para luego meternos de lleno en una orgía múltiple con orgasmos femeninos narrados en primera persona. Para el carro. Sí. 1966. Don Bergman narrando a través de Bibi Andersson el deseo sexual femenino. Orgasmos de doñas. Repito. 1966. Con Franco vivito y disparando. Ahora entiendo el temor franquista recubierto de lujuria barata, perfectamente resumida en aquella frase, «¡que vienen las suecas!». Que vienen las suecas y en un tris trás las tenemos a todas sacándose los rosarios de sus ovarios.
Volviendo al tema, Alma está encantada de la vida con Elisabeth. Por fin alguien la escucha y le hace casito, le baila el agua de verdad. Flipando de lo bien que se vive enamorada sin señoros de por medio. Que yo me pregunto, también te digo, la mierda de damos que se habrá encontrado Alma en su devenir. Que no es para tanto tampoco. Que simplemente la está escuchando. Angelito, las que habrá pasado la Conchita Piquer.
El hecho es que la cosa da sus frutos y ambas viven su etapa dorada. El segundo acto en pleno apogeo: noches de cafés y cigarros, paseos y miradas infinitas. Todo divino. Hasta que llega el salseo: Alma descubre la carta con la que Elisabeth agradece a la médica del centro que le haya presentado a la Piquer, que le está rentando calidad. Y claro, Alma se pica. Y empieza el drama. El bollo-drama. Alma llega a la playa con unas gafas de sol que ni Mastroianni en Ocho y Medio. Lo de «mecha corta» se empieza a notar. Que a qué juegas. Qué me estás ocultando. Habla de una puñetera vez, que te pasas de elevada. Que me tienes hasta el coño.
Y ahí, vemos a Doña Intensita en pleno auge. Cualquier ser humano se indignaría o como mínimo, reaccionaría ante tal pollo. Pero Liv Ullmann no. Ella está por encima de eso. Sonríe. Pero una sonrisa de mala malísima, de Patricia Botín para arriba. Sabe que la tiene comiendo del bote. Y le gusta. Vaya que si le gusta. Le puto encanta.
Porque sí. Que mucha sororidad y lo que tú quieras. Pero cuando zarpa el amor, se nos acaba el cuento. Y en ese preciso instante Bergman nos regala vida. ¿Por qué? Porque si quitamos el audio a la escena de la playa y ponemos a Camela, vemos que cuaja a la perfección. Y hay que ser un puto genio para que Liv Ullman no desentone con «y ahora vete y cierra la puerta. Que ahora soy yo la que quiere estar sin ti». Esa es la magia del cine. Que te puedas poner a Camela mientras ves una peli de Bergman y que quede hasta bien.
Se cierran las cortinas para dar lugar al tercer acto. ¿Y quién aparece sin que se le reclame? Pues quién va a ser, el maromo de Lady Intensita. Un doño venido a menos y quemado con la vida. Un señoro jodiendo el bollo-drama. Jodiéndolo todo. Para variar. Si hay algo que sabe toda feminista es que el objetivo de todo señoro es separar a las damas cuando se lo están pasando demasiado bien sin su presencia. Así que llega la pareja de Elisabeth y la lía, confundiendo a Alma con Elisabeth.
Un mojón que la confunde. Sabe perfectamente quién es. Lo que pasa es que quiere meter lío, como todos. Y claro. Alma flipa en colores cuando el maromo le habla del hijo que tienen en común. Se pira el señoro plasta y Elisabeth rompe. Pero rompe como una dama. Declamando a cámara que una mierda para ti lo de la maternidad como destino biológico de la mujer. Que cuando parió a su hijo y vio el ñordo que era, se le bajó todo el coño para abajo. Que yo la comprendo, a ver, que eres Liv Ullman y tras mil horas de parto ves que sale de tus entrañas una especie de Carlos de Inglaterra alquitranado. Como para no deprimirse.
El caso, las dos estallan. Se miran y se devoran. Alma está que no puede con ella y a Elisabeth el jueguecito del mutis sempieterno empieza a cansarle. Y ahí es donde llega el culmen. La Piquer se raja el brazo con la uña para mostrar su amor y su dolor. Sangra y Elisabeth lame su brazo ensangrentado. Que tu amante lama tu brazo cuando te haces una herida por autolesión puede que no sea lo más erótico del mundo, vale. Pero de ahí a decir que Elisabeth la está vampirizando (como sostienen los señoros del cine) me parece un poquito excesivo.
Alma está echa mierda. Porque se ha dado cuenta de que lo de ser la perfecta mujercita no le va. Porque ella estaba perfectamente enclaustrada en su rol de cuidadora y Elisabeth ha hecho que se desmorone su mundo cishetero. Y Elisabeth está harta de vivir la mentira de la maternidad impuesta. En un mundo gris, ambas se encuentran y ven la luz juntas. Y llega el éxtasis y se devoran. Pero es un comerse mutuo, lento, delicioso. Porque el amor quema y devora pero ay, qué gustirrinín que da.
Pues señoras y señores míos, esto es Persona. Amor, pasión, deseo. La vida misma.