Quiero romper con la sangre que brota de mí. Quizá no romper. Quizá reinterpretarla. Volver a empezar. Releer mi cuerpo menstruante desde el origen. Leerme como un ser agénero que sangra. Sin marca ni esencia. Sin permisos de doñas rancias y con la imprudencia de las amazonas.
Una vez más. Sin esperarlo. Está ahí. Estás ahí. Antes de lo previsto. Bajón. Agobio. Deseo desaparecer por condición y tú apareces. Con dos semanas de adelanto. Caos. Sangre. Pálpito hormonal que te sorprende en una mañana de verano. La falta de impulso o creatividad que me llevaba a cancelar este artículo hace dos semanas me condena ahora a darle forma. Sí, soy un animal menstruante. Un ser rarificado por un sistema obsoleto. Denominada en femenino por una mera cuestión genital.
Leerme en femenino es algo que me encaja. Ser mujer, por el contrario, molesta. Resuena a anuncio de compresas. A rosa saturado de cuidados en pasivo. A lo impuesto. Mujer, mujerez. Por un simple coño sangrante. Es como si tener dolor de cabeza, pelos en los sobacos o rinitis alérgica te diese un estatus determinado. Un carnet impuesto.
A mí que me perdonen Falcón y la madre que la parió, pero a mí la biología en términos estrictos me aburre. Ya no es una cuestión de que sea «CIENCIA» o no. Es una cuestión de que me resbala. Definir una planta no por su esencia o por el reflejo de su sombra, sino por las partecitas que la definen. Limitarlo todo a una enumeración infinita de categorías para huir del vacío. De la incertidumbre.
El problema de los viejos manuales de biología es que se ahogan en el dato. Delimitan la ciencia a lo conocido. Cuando toda buena científica sabe (y esto una lo sabe por las amigas que la rodean) que el conocimiento científico, al igual que el humanístico, parte de la duda. Conocer es desconocer, es aceptar la incertidumbre. El fallo nos da una nueva vía de enfoque, el acierto apenas nos abre mínimamente el camino.
Las doñas de rancio abolengo como Falcón parten de la biología como totalidad absoluta. Y ahí radica su error. En lo categórico. O negro o blanco. El binarismo en el feminismo debió quedarse en Ada Lovelace y el lenguaje informático. Ceros y unos que buscan dar respuesta a lo indeterminado. No se puede, cari. Lo siento pero no. Lo categórico no llega. Y vuestra infinita formación, tampoco.
Os falla lo académico, caris. Creéis que unos datos lo valen todo. Os agarráis a la figura tangible de Beauvoir como al fuego. Y os quemáis. Mientras, las abuelas a las que despreciáis os llevan ventaja. Pongo un ejemplo: Benedicta Sánchez. Actriz revelación de tercera generación, dicen unos. Mujer, sin más, dice ella. Benedicta no es nadie. No tiene títulos. No tiene pedigrí. No es señora y si me apuran, estoy segura que hasta ella misma se toma con cierta sorna su estado de «mujerez».
El caso es que yo he conocido a muchas Benedictas en los festivales de verano. Y ahí estaban, conversando con nosotras, las desviadas. Con cuerno de unicornio para más inri. Pero a las Benedictas se la suda. El cuerno y el unicornio. Todo. Y por eso son maravillosas. Porque superan lo certero con una mirada incierta al cielo. Su desconocimiento las hace humanas. Igual alguna de ellas va a misa. Y qué más da. Se encomiendan a la Virgen asumiendo lo intangible. La abstracción de María les permite asumir la incertidumbre de lo identitario. Asumen su género desde el dolor, no desde lo genital. Ya tienen bastante en la vida como para ponerse a hacer exámenes clitorianos a la peña. Benditas sean ellas.
A veces yo también me vuelvo rancia de alto abolengo. Y no me soporto. Pero entonces me acuerdo de mi bisabuela. Que igual no se habría leído a la Beauvoir, pero bien que sabía cuando al niño de turno se le subía el patriarcado. Le van a destrozar sus juguetes. Decía en alto. Con una mirada calmada pero muy doña. Mirando por el rabillo y dejando caer: niña, o te espabilas o te van a caer muchas hostias en la vida. No quiero pecar de esencialista y mitómana, pero siento que a ella poco le hubiera importado la genitalia de la gente. No la veo pidiendo carnés ni elevándose ranciamente.
Hay algo que tenía ella que le falta a muchas: humildad. Humanidad. Como dice Alicia Murillo, es desde el dolor que se construye el diálogo. Es por eso que, en estos días de Bloody Mary, vuelvo al núcleo para refugiarme y leerme desde la sangre. Una sangre no física. No visible. El cansancio y malhumor que emanan de mi cuerpo no son biológicos. O al menos, no exclusivamente biológicos. En todo caso, tienen más que ver con las hormonas. Lo cíclico que no encaja.
Y ahí, donde duele y rasga, empieza una a sentir. A ser. El dolor nos comunica. El miedo a ocupar las calles. La violencia ejercida desde nosotras. La presión de los cánones estéticos. La disidencia emocional. Quedémonos con eso. Rompamos el molde con zapatos de plataforma si es necesario. Reventemos el patriarcado a golpe de brilli brilli. Seamos libres, carajo.