Cuidados. La palabra clave. El hastag definitivo por encima de aquella «sororidad», un tanto pasada de vuelta. Cuidados. Un plural mayestático que no llega, no alcanza. Que acartona la lucha y la vuelve adecuada a la voz de mando. Así lo veo yo.
Y no es que no lo haya intentado, oigan. Que una lee y revisa e intenta asumir la gracia del delantal manifiesto. Pero no me lo creo.
No me lo creo porque siento que es la excusa final del capitán desclasado. El aliado de la última fila. Que una cosa es establecer redes intra e interpersonales que desbanquen al heteropatriarcado, y otra muy distinta renovar la gama pastel de los sesenta con toque actual.
Irene Montero es correcta. Mucho. Por eso no me la creo. Por lo perfecta que resulta. Irene tiene una carrera académica interesante perfectamente encajada en segunda B. No vaya a ser que despunte y le quite el micrófono al marío. Irene es dulce, asertiva, dialogante. Adecuadamente discursiva. No molesta. No cuestiona. No os cuestiona.
Y entonces pienso en aquellas otras. Las que no os interesan. Las que molestan. Pienso en Guru, en Silvia. En mujeres que trabajan desde sus opresiones con un arrojo torrencial. Con la fuerza de las madres del XVIII francés. Ménades que enarbolan la lactancia y no callan. Su lugar es el grito de lo doméstico asalvajado y directo.
No tengo nada en contra de Montero, pero no conecto. No conecto desde su adormilado privilegio. Más allá de la disidencia que pueden ejercer otros cuerpos en la línea de Lorde o Preciado, entiendo que Montero encaja en una continuidad exigida.
Desde esta esquina del Atlántico que me recoge, hallo ejemplos mejores. Pienso en Carmen Avendaño. En todas las que tuvieron el arrojo de desplazar lo maternal hacia lo abrupto. Afrontaron al fascismo neoliberal de los 80 y 90: los narcos. Sí, esos mismos venerados y elevados a través del relato del héroe. La corrupción glorificada fue enfrentada desde los cuidados. La misma Carmen llegó a espetarle a uno de ellos que si tocaban a sus hijos era capaz de trazar hilos con la propia ETA. Pienso en ella y en todas las invisibles que no llegaron a titular de periódico local. Y muto en risa sarcástica al pensar en lo lejos que está Irene de todas ellas. No por valía, sino por cobardía.