Todos mis ex se llaman Cayetano

Lo reconozco. Es mi sino. Un castigo divino desde aquella visita a las galerías Uffizi. Yo tendría apenas unos diez años y la inconsciencia de mis padres les llevó a dejarme sola durante unos diez minutos delante de la mayor gloria estética del mundo mundial: el David de Miguel Ángel. La perfecta definición cóncava de los tobillos de David se clavó en mi retina como un palo de golf al hoyo 9. El gesto álgido del joven bíblico, ese ademán descuidado y la leve inclinación. Un fetiche para mis sentidos púberes. Puro orgasmo, señoras.

Hace de aquello unos veinte años y el peso icónico me sigue en cada trazo. La despreocupación masculina otorgada por el privilegio. El je ne sais quoi de la mirada perdida al horizonte. Adicción desmesurada.

Pasan los años y mi coño doctoral advierte que no ha habido apenas mutaciones. Mi devenir sáfico me ha permitido incorporar una rica variedad de Ninotchkas y señoras de buen postín, pero el vicio hetero que define a toda panbollera me persigue.

Recurro a Preciado como una perra en celo buscando la sanación del deseo. Paul, con esa elevación supina que lo define, me reconforta entre psicofármacos y dildos por doquier. Derrida me permite un breve descanso y hasta me lo creo. Cari, hemos mejorado. Mira tú, que hasta nos follamos a señores feministas y desmasculinizados, de esos que te van citando a la Butler. Y tú dices, ni tan mal. Pero a la que te despistas rebobinas y te das cuenta de que ese damo tan desclasao conservaba la misma pose edonista que el más recio de los señores del barrio de Salamanca.

Partamos de la base de que ser bisexual, pansexual o lo que sea que habita en mi ser no es fácil. Naces con la marca del deseo impuesto y ante el primer hormigueo cuando ves a tu amiga en bikini dices, uy, algo va mal. Que igual hasta me pone un poco. Lo dejas pasar. Un rato malo lo tiene todo el mundo. Pero vuelves. Carajo que si vuelves. Y bien que lo haces. Con rusas que te piden un Pernod a dos metros de los Lumière y te mezclan sin decencia a Tolstoi con Brangelina, con mujeres cineastas que rompen tu blanquitud, con mil y una mujeres increíbles. Lo del poliamor, ya tal.

Y claro, si comparamos, lo boller sale ganando. Todas tus amigas te shippean con las damas que te rondan, pidiéndole a las Diosas que te hagas bollera del tóh y les quites del disgusto. Pero por favor, qué buena pareja hacéis. Mírala, qué mona ella, con su estilo jipi relajao, con ese pelazo, con toh. Sacan la cabecica por debajo del visillo y se cuelan en tu intimidad romántica con más ahínco que tu abuela en las fotos de tu móvil, para ver si hay novedades.

Que yo las comprendo. Que se imaginan eventos livianos y fastuosos llenos de violeta con tu señora prometida y se mueren de amor. Y luego, claro, te imaginan casada con el damo de turno y se les cae todo pa abajo del bajón. Niña, con la bonita que era ella, por qué vuelves otra vez a follarte a la reforma laboral. Pero una recae en el mercantilismo ciudadano con un vicio ya asumido. Y una se pregunta si no es casual que esa vuelta hetero sea siempre con señores de postín. Petits citoyens du monde, Cayetanos de mi vida, que acompasan su incapacidad afectiva con un delicado gusto por lo abrupto.

Porque ese es el verdadero drama. Señoras, yo no me voy con Cayetanos por placer. Tampoco es que sea como las Vulpex y me vaya con ejecutivos porque «te dan la pasta y luego pasa al olvido», pero de verdad que no lo hago adrede. Si una se mete en la cama con lo que se mete es porque a una la buscan. Y tanto.

Entiéndanme. Soy una dama elevada blanca y paya que gusta de retozar en el privilegio desde el extremo (o no tan extremo) izquierda. Mi colección de Persol y mis encargos a boutiques parisinas en plena pandemia lo atestiguan. Precaria, sí, pero con linaje. Linaje construido y embebido a base de literatas como Colette o Violette, que nunca dejaban lo esteta a parte. Practico la disidencia del género con el mismo garbo con el que la Sand se iba a Mallorca a hibernar.

Y claro. Una se presenta al mundo de esta guisa, con sus ademanes elevados y su masculinización superlativa. El punto justo de feminidad líquida para que el pijo de turno pueda probar lo nómada sin quemarse. El pequeño y furtivo placer de la disidencia frugal que satisface el apetito. Mis dotes masculinas alivian su sed homoerótica. Alguno hasta ha llegado a confesar que beso como un hombre. Y así es como me cosifican a un nuevo nivel, pasando de la falda corta a la estética garçon. No he llegado a verificar si cierta atracción desmedida por mi género fluido se extiende a mis extremidades biónicas de iridio. La cojera es sexy, carajo. Dama iridiana que besa fuerte y que vale por un paseo por Chueca. Y si te sale mal, te deja los contactos de su mausoleo de maricas para que pruebes calidad de la buena. Pues ni tan mal. En mi anarquismo lorquiano soy inalcanzable, pero mi apariencia plausible les convence. Por un tiempo. El suficientemente como para acabar en camas de tipos que se restriegan sin gracia pero con morbo. Lo que tiene que pasar una pocos lo saben.

El caso es que he observado una cierta tendencia Daviciana en mis Cayetanos que me preocupa. La mirada altiva pero distante, el leve giro a desdén, la inclinación suave de la espalda. El perfecto gesto de la mano, que bien podría estar sujetando un polo Hollister con toda tranquilidad. La despreocupación del privilegio que supera milenios y me busca. Y me encuentra. A veces mirándome intrusivamente, otras tantas dejándose seducir. De una u otra forma, el patriarcado se apaña a mil amores para reciclarse y aparecer en cada jugada maestra. Igual que el fascismo. Tengan cuidado con ambos.

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