París, 2018. Última hora de la tarde de un viernes. Un grupo de chalecos amarillos irrumpe junto a los estudiantes de Tolbiac en Avenue de Italie. Neumáticos ardiendo. Policía violentando. Todo normal. Y a la izquierda, saliendo del margen, una española cargando con dos kilos de pasteles a escasos metros de las barricadas ardiendo.
Sí, esa soy yo. Dispuesta a todo menos a pasarse tres días seguidos sin pain au chocolat a mano. Con más hambre que miedo. Orgasmando viva al sentir el olor de la última hornada. Desbocada y sin aliento pero con el tino suficiente para morder. Correteando a última hora antes de que cerrasen. Salir de la Biblioteca nacional con el tiempo justo no para ir al cine, sino para tragar a mansalva un pedacito de cielo tras la jornada laboral. El policía me hace un guiño para alejarme y no hago caso. Prefiero morir comida que vivir amargada. Siempre. No hay porra que pueda con mi gula.
Como por encima de mis posibilidades. Un talento innato desde pequeña, experta en mamar durante todo un partido de fútbol. Mi voracidad encaja con mi ímpetu, con este modo irresuelto de anteponerme al marco. Como, follo, escribo del mismo modo. Con garra. Arrasando y explotando en pequeñas dosis. Directas y totales. Itinerantes, volátiles pero absolutas. Esta forma de ser tan volcánica molesta. Especialmente a ese tipo de personas que piensan premeditadamente cada acción, que beben marcando el paso del agua por su faringe en un acto personalísimo de despotismo ilustrado. Esa gente. Ese gente que va liviana y te juzga por lo abrupto. Que te mira con simpatía socarrona. Que te analiza con la frialdad de un antropólogo decimonónico mientras te dice que te relajes, que te tomas todo muy en serio. O demasiado a broma. El exceso siempre es la clave de su veredicto.
Me creí su discurso demasiado tiempo. Tres terapeutas han sido necesarias para salir del trance y decir muy alto: os jodéis. Lamentablemente, soy mujer. O por eso me juzgan. Y bien sabe una que las señoritas han de ser finas y delicás. Lo escatológico pa ellos. Que es casi lo que me más me jode, os digo. Lo de los puestos de responsabilidad molesta, pero que tengan el monopolio de la mierda… Eso duele. Con lo que me gusta a mí lo gutural. El meterse la mano en agujeros, el follarse las cornisas. Como hacían Violette, Margarite, Patricia, Gloria. Y si me apuras, Clarice. Todas ellas metiendo dedos y sacando placer a destajo para que ahora vengas tú a decirnos que lo de hacer chistes sobre corridas y pedos es de tu monopolio. La hostia.
Asumir lo voraz es la base de toda revolución. Reducirnos a animales, tomar las pasiones bajas y abrir compuertas. Un modo de vida incómodo para los demás. Tu despreocupación les molesta, les cuestiona. El miedo hace efecto boomerang y vuelve a ti. Te preguntas en qué momento empezó a torcerse todo. Por qué no tienes un curro como los demás. Por qué no deseas cómo los demás. Por qué no vives. No cagas. No mueres. Como los demás. Y nos veo a ti y a mí en esa cena, zampando a contrarreloj el festín de clase B. Ellos se cogían comas etílicos para olvidar que eran máquinas, tú y yo éramos más de bacanales romanas. Estallar de placer para recordar cada pedacito de bocata, de patata, de huevo frito que brilla más que el sol. Estallar. En bares, bibliotecas, jardines o museos. Comiendo, gritando, corriendo. Molestando.
A veces siento que algo he hecho mal. Mi rechazo voluntario y burgués a una vida precaria apesta a privilegio. Y qué. Tu normatividad también apesta. Y no te veo pidiendo perdón por las esquinas. Así que disculpa si me paso por el coño mi humilde elevación. Hace unos años te habría dado la razón. De hecho, te la di en innumerables veces. Hasta ahora. Quizá me he cansado. De asumir un rol y plegar el ala. Asumir lo asumo, cariño, no te preocupes. Sé que tú y tantos me pondréis a parir. La rara. La loca. La histérica. La que va siempre llamando la atención. Lo asumo y me lo como con el mismo ímpetu que los pasteles parisinos. Me como tu miedo. A poquitos. Y lo vomito en cada texto, en cada gesto. Me río. Me doy cuenta del tiempo perdido. De las disculpas malgastadas. Y entiendo que tú y yo nunca nos entendimos. Coincidimos en el camino y optamos por compartir. Y está bien, coño, no pasa nada. Que te vaya bonito, que el duelo sea breve y la dicha, larga. O al revés.