Ser lesbiana o algo parecido es atarse para siempre. Es asumir una posición doblemente subalterna. Como mujer, tu única vía para acceder al relato es como acompañante del héroe. Ser la amante de la acompañante no te da caché ni oportunidades narrativas, más bien es la vía definitiva para un prometedor futuro al margen.
Ser bisexual, en todo caso, es asumir que no llegas siquiera al estado de parafilia de lo sáfico. Te quedas ahí, a las puertas. Te aguantas el deseo de emerger del fuera de plano. Como un eunuco a medio hacer. Un proyecto torcido que ni siquiera alcanza a lo desviado.
Ser bisexual es compartir armario con cisoños. Sí. Damos bisexuales no siempre complacientes que no dudarán en robarte el vientre si te descuidas. Que igual te tocan los buenos, esos que ya tienes catados como buena mariliendre. Si es así, te ha tocao la lotería, cariño. Porque si por algún casual te follases al enemigo y este resultase compi de armario, te va a tocar reprimir lo violado y tirar pa’alante, con toh tu coño.
Ser bisexual es una mierda exquisita. Es considerarte eternamente a medias, lamentarte por cada polvo hetero y obsesionarte con ser la más sáfica del corral.
Ser bisexual es no llegar a ser. Es quedarte ahí. Es ver desde la treintena que tus amigas han sido más que tus amantes. Es asumir que, pese a eso, los has deseado. Y es comerte el pastel mientras el sistema no duda en pintarte de zorra, amargada, feminazi y MALFOLLÁ.
Malfollá. Si tenemos en cuenta los orgasmos, va a ser que no. Si asumimos las pieles trazadas, tampoco. Pero si nos quedamos en el coitocentrismo europeo típico, booooom. Pleno de diana.
Ser bilesbiana, bibollera, panunicornia o como quieras llamarle es vivir en la incertidumbre. En realidad todes lo hacen, pero tú has decido tomar las riendas de tu propio caos. Has elegido asumir que nunca te follarás a tus amigas, pero te correrás con ellas. Que más de una se hará la heterocuriosa y tocará las narices. Y tú le seguirás el paso, cansándote y siguiendo, por pura inercia. Hasta que te enamoras y ya ahí decides romper. Y romper como solo hacen las divas. Block y fail. Cierre de redes y estruendo. Y levantas la mirada, toda diva, y haces como que en realidad no importa. No molesta, tampoco es tan importante. Y algo dentro se quiebra a pedazos. Es tu orgullo, cari. Tu orgullo, viendo cómo eres incapaz de asumir que, a veces, ellas también son unas auténticas cabronas.
Zorras. Zorrísimas. Que si un quizá se vuelve en un luego te digo, por pura gracia. Que si te llamo, que si nos vemos. Que si te aprecio, pero mira qué mono mi chico nuevo. Una sonrisita y ahí te tiene, a palma viva dándolo todo, mientras ella se va con el quinto y tú te quedas ahí. Esperando. Contándotelo sororamente, claro, mi ciela. Porque asumir que una de tus hermanitas te la ha jugado doblada no encaja en los márgenes violetas que tú misma has pintao.
Entonces paro y me pregunto: ¿Por qué esta manía tan nuestra de negar lo evidente? ¿Por qué nos cuesta tanto asumir que ellas pueden ser igual de zorras que ellos? Si hay algo que me repatea infinitamente es que solo ellos puedan ser los malos. Los capitalistas, violentos, ricos, millonarios, poderosos y jodidamente privilegiados. Imponer la bondad, los cuidados y la cautela emocional a la mitad de la población no es feminismo, sino una forma más de subyugarnos para tener el negocio asegurado. Solo seremos libres cuando podamos ser peores que ellos y, aún así, elijamos un modo diferente para ejecutar lo cotidiano. Todo lo demás, es pura facha.
Ser nuestras propias putas para ser libres. Quizá esa es la clave.